martes, julio 18

2ª LEY DE LA TERMODINÁMICA

En los personajes de Saul Bellow, y todavía antes en los de Henry Roth, ocurre llegado un momento determinado que toman lúcida conciencia de que no se puede seguir pensando que hay una tácita promesa de futuro hecha con cada uno de nosotros, representativa de lo que la vida nos debe; los personajes de sus libros son soñadores, hombres y mujeres no inmersos en la utopía, pero sí con cierto optimismo y vitalidad, que descubren la falta de correspondencia que existe en el mundo --en el universo--, entre lo que las personas merecen, y lo que alcanzan en sus vidas. Lo que la sociedad, el destino o un-tal-Dios les reporta. O entre lo que sueñan y se les llega a cumplir.
Saber que la convicción de esa promesa que muchos han dado y dan por verdadera, por efectiva --aunque se haya mostrado brumosa e incierta siempre, nunca evidente ni, de hecho, promisoria--, es sólo una invención nuestra, y que la realidad no funciona como la suponemos --o como quisieramos convencernos, para suponerla--, como un sistema de equilibrios y balanzas en el que se compensarán desdichas y rectitudes con felices clímax, también sirve como forma de construir nuestra actitud hacia lo que nos espera del mundo, el universo y la realidad.
Es más, esa actitud se completa con la perspectiva irrebatible de que al final aguarda, agazapada de alguna manera, una última derrota. Desde que supe de la Segunda Ley de la Termodinámica, en la que se habla del caos como elemento en constante crecimiento frente a nuestra lucha constante por ordenar, por enfrentarnos a ese caos, la imagen que pienso que nos define muy bien es ésta: pasamos la mayor parte del tiempo a contracorriente de ese caos que nos rodea y se potencia y agranda, mientras lo tratamos de contrarrestar en la medida de nuestras posibilidades, sabiendo que no podremos con él, que se impondrá tarde o temprano. La derrota situada al final suele estar relacionada con eso.
El historiador francés Marc Bloch --quizá el mejor del siglo XX, por lo menos en opinión de los más adecuados para establecerlo-- escribió antes de morir a manos de los nazis que ocuparon su país sobre cómo fue posible que los alemanes del III Reich vencieran al ejército republicano francés. El título de sus memorias póstumas, La extraña derrota, hablaba sobre todo de aquel hecho. Pero un historiador como Bloch tenía clara idea de que la derrota, en general --no sólo la de su patria--, era algo presente en el devenir del ser humano, tanto a nivel personal como colectivo. No sólo habló, por ello, de lo que pasó cuando se instaló en París el régimen de Vichy, sino que pudo extender su reflexión de forma más transcendente. La extraña derrota francesa tenía para Bloch una explicación bastante sensata, como fue que los militares a los que se enfrentaron unos modernizados alemanes todavía permanecían en espíritu y materia en la Primera Guerra Mundial. La derrota individual, quizá extraña, también demorada, podría explicarse también si, como hizo Bloch, recurrimos a razones mensurables y para nada etéreas: por ejemplo, esperar que seamos objeto de una promesa que nadie ha pactado con nosotros.
Shakespeare poetizó con la derrota en Hamlet, donde la escena del cementerio, así como la que cierra el Acto V, son ilustración perfecta de cómo los reveses de aquello que por comodidad denominamos 'destino' hacen inservible e ingenua cualquier meticulosa planificación. Cualesquiera actuaciones enfocadas a un objetivo concreto. Aunque fue en El rey Lear donde el dramaturgo de Stanford-upon-Avon creó un ejemplo de derrota del hombre que confía en el orden y en el trasunto material de las palabras, para verse inmerso en una acelerada espiral de puesta en realidad; de fatídica y plena demostración de la frialdad mecánica que se gastan las cosas en su decurso.

«Está en los libros y en la vida que los trabajos de los hombres fueron siempre mayores que los de los dioses», escribió José Saramago. Quizá porque no hay dioses con los que comparar nuestros 'trabajos' esta afirmación tenga una completa atenticidad, y esté asimismo en el mismo camino próximo a esa explicación imposible de formular de la que hablaba arriba. Como otro escritor, quizá un poco forzoso agruparlo con los otros, pero que también reflejó en sus textos la derrota: Tolkien. De hecho, la metáfora de la larga derrota la encontré en él, y pienso que es una figura literaria afortunada, a la vez que el nombre de una de nuestras características perentorias como humanos.
No estar predestinados, hacer de ese conocimiento nuestro mayor acervo, es compatible con poder soñar. Concebir la existencia sin sueños resulta tan desmesurado como aguardar a que se nos cumpla un futuro promisorio del que supuestamente somos depositarios, que merecemos heredar del universo que nos contiene.