lunes, septiembre 25

LA NOVELA HOMÓNIMA DE MARSÉ

Dos libros firmados por su autor coronan mi biblioteca: Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí. No soy bibliófilo ni fetichista de ejemplares singulares, pero esos dos libros con su sencilla dedicatoria (destinada a un Guillermo que soy yo, pero que podía ser otro de tantos lectores de Juan Marsé) son un recuerdo de que tuve la fortuna de poder agradecer en persona al propio escritor el tiempo de lectura proporcionado con ambas historias. Ahora escribo este pequeño artículo también a modo de agradecimiento. En esta ocasión, por la lectura de Un día volveré.
Cuando opté por el título de este blog, entre diversas razones, el homenajear de manera particular a Marsé empleando el nombre de una de sus novelas fue otra que se sumó a ese acuerdo íntimo conmigo. Es un título que dice muchas cosas, sin revelar confiadamente nada. Me gusta mucho un párrafo que se encuentra al final del libro que comento, y lo considero una sipnosis espléndida de lo que narra. Dice así: «Seguramente, aquel supuesto huracán de venganzas que esperábamos llegaría con él, y sobre el que tanto se había fantaseado en el barrio, no escondía nada en realidad, todo lo más la ilusión contrariada del vencido, la cicatriz de un sueño, un sentimiento senil que había sobrevivido a los altos, heroicos ideales...». Porque en estas palabras se condensa el desenlace de la biografía vital de Jan Julivert Mon, un preso político que, tras trece años de cárcel, recupera una libertad que durante el Franquismo no podía reconocerse como la entendemos hoy, y vuelve a la única patria que posee: su cuñada Balbina, su sobrino Néstor y el cubículo donde viven; en el barrio de la infancia perdida, las aventis, los cines locales y la ominosa sombra del término de la guerra y la flor de la dictadura. Ese resumen, finalmente, es el desmentido a la idea preconcebida y precipitada que el resabiado lector se hace. Cuando las páginas que nos quedan para terminar son muchas menos que las ya leídas, descubre que no tiene entre las manos un libro sobre la revancha de un hombre para los que «la espera se convierte en un ritual de la determinación», sino sobre un amor abocado a verse contrariado, y que se orquestó en «el viejo escenario de un fracaso». La descripción de nuestro protagonista cambia ante nuestros ojos y desdice a nuestras expectativas. De pronto, Jan Juliver Mon no es sino sólo un derrotado conforme, «entumecido, insomne, tozudo guardián de algo que ya no parecía estar allí, centinela de una cota de la memoria que nadie le iba a disputar, de una noche sin orillas cuya contraseña ya no tenía vigencia ni sentido para nadie salvo para él». Y nos encontramos con aquello que el ser humano se viene contando a sí mismo desde Homero. Habla sobre la misma condición de fatalidad que compartimos sin excepción, y sobre la pérdida del estado de gracia (lo dice Antonio Muñoz Molina, conmovedoramente, al principio de El viento de la Luna) que es inherente al paso de la niñez al ser adulto. Como confiesa el narrador al recordar su prejuicio infantil acerca de Jan Julivert: «No podíamos entenderlo entonces, pero él había sobrepasado esa edad en que un hombre deja de sentir el deseo de ajustar cuentas con nadie, salvo tal vez consigo mismo». El estilo, la poesía no versificada de Marsé es tan certera, tan veraz (la Literatura española tiene en él y en Miguel Delibes a sus dos mejores escritores), que considero sus palabras las más idóneas para dar cuenta de lo que me llevo de Un día volveré.
Todo está contado desde un ahora y un hoy donde «ya no creemos en nada», y en donde «nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido, porque el olvido es una estrategia del vivir --si bien algunos, por si acaso, aún mantenemos el dedo en el gatillo de la memoria--». Y, al cerrar por fin el libro, un regusto agridulce perdura en el órgano cardinal de los lectores, del lector que he sido hasta esta mañana para esta novela en concreto. Por eso imprimo a estas palabras una implicación voluntariosa. Antes decía que quería con ello lanzar un agradecimiento a Marsé por las páginas que durante dos meses he leído y releído, pero asimismo pretendo también invitar y (aunque no me gusta la fórmula) recomendar a quienquiera que esto llegue a conocer que se aventure por sí mismo en el libro del que he intentado recoger algunas impresiones para hacer este breve post. Su argumento compete a nuestra memoria colectiva en muchos de sus aspectos.
Para acabar, un sucinto apunte al margen de lo que he venido diciendo. Un apunte sobre el título de la novela que es también título de este blog, algo sobre lo que ya me expresaba un poco más arriba. Tan sólo constatar de nuevo que la capacidad poética de muchos artistas reside en dar nombre a aquello que la mayoría intuimos pero identificamos por completo en sus palabras perennes. Los sueños son parte de ese aquello oscuro y a la espera de invocación, de bautismo, de convocatoria. De unas palabras que los delimiten y hagan asibles a nuestra percepción. Uno de mis sueños se nombró de esa manera, con este título de Juan Marsé. Soñaba con que un día volvería, y me resta únicamente decir que ese día es ya.

martes, septiembre 19

UN DISCO: "MODERN TIMES", DE BOB DYLAN

Tengo un convencimiento que no he expresado de forma literal hasta ahora, porque tampoco es nuevo y seguro que lo adquirí en alguna parte, de alguien que también lo habría aprendido por transmisión: creo con toda el alma que las personas, las sociedades, el mundo, debe cuidar de sus poetas, de sus artistas, como si le fuera en ello la vida misma. Cuando vi No Direction Home, el documental de Martin Scorsese sobre Bob Zimmerman, el Bob Dylan que conocemos, me di cuenta con sobrecogedora certeza que este cantautor es uno de esos creadores únicos que aparecen de manera singular cada centuria, cada par de siglos, y que el don genial que poseía para dedicar su existencia a traducir nuestro tiempo y nuestra realidad en materia artística iba a proporcionarnos grandes claves que sólo visionarios pródigos y auténticos como él --nada de falsos intérpretes, que sobran a patadas por todas partes y están mucho mejor considerados, paradójicamente-- dependía de que la gente percibiese el tesoro de tenerlo entre nosotros y le proporcionase lo necesario para desarrollarse y entregarnos su obra.

A través de sus voces, los poetas nos entregan una visión del mundo que soslaya la mediocridad y hurga en los estratos invisibles pero presentes del mundo.

Su último disco es Modern Times, y refrenda todo lo que he dicho.

lunes, septiembre 11

MÁS POETAS MALDITOS

El día 18 iré a la tienda de música a cumplir con el ritual: sale un producto, se lo promociona y allá que va la mayoría de la gente el mismo día que sale a la venta para hacerse con algo que antes no necesitaba, pero que la sociedad de mercado te lleva a desear. Aunque si voy a seguir el ritual es porque el 18 de septiembre el producto del que hablo no es una bobada más con la que la economía tira adelante. Ese día promete haber en las tiendas de música un arrebato de primavera. La cultura, por supuesto, entró desde hace bastante tiempo en el sistema comercial, lo que es y no es malo, como no se le escapará a nadie sensato. De vez en cuando un libro, una película, un disco, etc., aparece a la venta a la vez que entra en el legado del arte. Aunque no sea frecuente, ocurre. Y apuesto a que El tiempo de las cerezas, el doble CD de Nacho Vegas y Enrique Bunbury, va a traer poesía, humor, cinismo y lucidez torrenciales. Además, y para más regodeo, al tratarse de un trabajo conjunto, las características intransferibles de cada uno habrán tenido que alcanzar un entendimiento y una convivencia a partir de la que surja la música y el discurrir de las historias que nos canten, la dinámica interna del universo que el disco guarda. Seguro que la gozada de disfrutar escuchándolo resulta aún mayor porque esas características que hacen grandes por separado a Nacho y a Bunbury han llegado a una complicidad pirotécnica, a un compadreo visionario o a un hermanamiento cósmico y genial de los que no nos haremos buena idea hasta que devoremos cada uno de sus acordes y de sus versos.
Poco más se puede decir por anticipado. Sólo el título de alguna que otra canción, aunque puede que éstas sean de Bunbury únicamente, porque los saqué de su web oficial:
“Ahora”
“Días extraños”
“La pena o la nada”
“No fue bueno”
“Secretos y mentiras”
“Puta desagradecida”
Como no queda tanto tiempo, tampoco son demasiado incontenibles las ganas por saber más. Y de la poesía es mejor hablar cuando la has hecho tuya. Si es maldita, pues mejor.

martes, septiembre 5

REDENCIÓN / 2

(...Viene de antes.)

Ignoro aún si tal ventana puede alcanzarse. Y, sin embargo...

Como un oleaje sucesivo, alternado, que vacila en asentar su vanguardia de mansedumbre extendida en estratos pioneros --aquellos que van conquistando terreno, perseverantes y, a la vez, ensimismados en su silencio convencido--, el cambio en la forma de pensar, de ver, se consolida por efecto del digestivo tiempo. Ya había empezado, el cambio. Quizá empezó en el mismo momento en que el horizonte había perdido su equilibrio y se había hundido sin remisión en el súbito vacío de las entrañas consternadas. Puede que en ese instante sacudido por la irrupción del quebranto de los sueños (quebranto capaz del más perenne eco, del sonido más furioso y eterno y aturdidor que retumba dentro del alma), el pensamiento hubiera comenzado a articular su sistema inmunológico, a dar paso a la realidad, por muy dolosa que ésta fuera. Luego han venido las horas y los días con su acostumbrada secuencia de continuidad sin tregua; con su insensible acumulación ininterrumpida que hace oídos sordos a todo lo que pueda incumbirnos y que a esas horas y esos días les resulta por completo deleznable.

Es bien cierto que el tiempo comprendido de entonces a hoy, a este segundo que ya se ha desvanecido antes de que lo haya podido siquiera terminar de nombrar, no restaura y devuelve, sino que soterra y arropa con su manto mineral. Aquello que ocurrió adquiere una paz fúnebre. Pasó de estar tan vivo que apenas podíamos contenerlo en el interior de nuestra propia existencia, a crear un espectro de obligada convivencia, con el que hemos de avenirnos y al que ha de tolerarse. Eso hace el tiempo con su impune andadura sin descanso ni desaliento. Eso ha estado haciendo desde el origen, desde el primer hombre que encaró su corazón y accedió a adueñarse de lo que veía en él, incorporándolo, en vez de mantener con sus propios sentimientos y emociones un negro ostracismo que sus antepasados le dieran a heredar. El cometido del tiempo es indiscutible cuando ha transcurrido la historia del mundo que hasta ahora conocemos, y someterse a esa labor es la única cosa factible en los límites de este universo.

Ideas férreas y ominosas antes se tambalean por lo que ha venido después. El cambio que comenzó ha afectado sobre todo al pensamiento, desgarrando la prisión que él mismo se había forjado. Cuestionar, a partir de un determinado momento, por una determinada circunstancia, la extinción de cualquier futuro, es una de esas ideas que la marea persistente y a paso de hormiga se ha estado llevando como arena que arrastra el viento desde la cresta de su duna hasta las fronteras donde el final del desierto se aboca a la linde de una selva virgen. Lo que es más: en ese espacio abandonado por los antiguos descalabros brotan tímidas ilusiones que hallan un suelo fértil y experimentado en lo que antes fueron cenizas y diezmados escombros. Un aplomo y un valor ínfimos pero de progresivo vigor son el fénix alumbrado, el rescoldo que aguantó y nos renueva para que volvamos a estar preparados.

Hasta la triste duda que desampara la respiración se revela precaria y tenue con el amanecer de un día: todavía no sé si la redención es posible, pero cobra forma la intuición de que algo muy parecido sí. Cobra alas la esperanza, y toca la tierra con los pies el sueño de que un día volveré.

lunes, septiembre 4

UNA PELI: "LA VIDA SECRETA DE LAS PALABRAS", DE ISABEL COIXET

Al ritmo musical de Antony and the Johnsons (Marcelo, gracias de nuevo por dármelos a conocer), la lluvia cae durante la noche sobre una plataforma petrolífera del Mar del Norte, mientras sus habitantes matan el tiempo --refugiados en cosas sencillas pero importantes para sus vidas--, y el oleaje golpea los pilares que sostienen la mole de hormigón y acero. Un oceanógrafo, aislado de la convivencia del grupo de trabajadores de la plataforma, lleva la cuenta de las olas batientes al cabo del día, y desentraña el destino de las colonias de mejillones que se adhieren a los pies de barro del gigante, inmensa construcción de la tecnología humana que no puede evitar que se encuentren bolsas de gas en la extracción y, como consecuencia, ocurran accidentes mortales. Nada en las imágenes lo muestra abiertamente, pero el espectador siente durante unos segundos que alguna verdad revelada sobre el mundo se adivina en el discurso narrativo interno de lo que vemos (en apariencia, tan callado y simple).

Después de Mi vida sin mí, donde también aparecía Sarah Polley, otra película todavía más hermosa. O más bella. Porque en el caso de estas dos historias no da pudor utilizar adjetivos así. Incluso da lo mismo si a fin de cuentas esa creencia es equivocada. Quizá resulte de lo más cursi hablar así de cine, en vez de atender a los aspectos más fríos de una jerga profesionalizante. No importa: cuando acabas de ver La vida secreta de las palabras, te das cuenta precisamente de que los significados que éstas tienen viajan más en un nivel escondido y subterráneo que a flor de piel. Es decir, que las palabras --que son símbolos-- contienen una carga que va más allá de la interpretación que pueda hacerse a simple vista. En la cinta de Coixet se demuestra eso una y otra vez. Frases sueltas, como expresiones solitarias e intrascendentes de una conversación de lo más convencional, están provistas de un calado mucho mayor. Porque esas frases que a veces se dejan caer para concluir una charla, y que no necesitan estar compuestas de más de cinco palabras, son en verdad una avanzadilla de la reflexión y el pensamiento humanos ante el desconcierto, el desamparo o el abrumamiento que producen las cosas. «Estamos flotando sobre el mar», «En el fondo, todo es un accidente», «La vida es extraña». Esas pocas palabras y una cierta forma de mirarse entre los personajes, donde se establece una corriente de entendimiento que ninguna cámara puede captar y que, sin embargo, la descubrimos en la comprensión del conjunto, de la situación comunicacional con sus protagonistas y su contexto, son lo que en realidad hacen que el título, además de poético y --también, otra vez-- hermoso, sea una palmaria llamada de atención para que indaguemos en la existencia oculta del lenguaje de quienes nos rodean. Sus historias personales imprimen cadencias y matices y almas individuales a sus palabras, aunque sean las mismas que utilizamos todos. Pero siempre queremos dejar entrever algo íntimo y que tenemos a resguardo en lo que decimos. Pese a que no se sea muy hablador o se recurra al lenguaje que semeje más trivial, o más despojado, o --en apariencia, de nuevo-- más desnudo de intenciones.

El final de la película nos regala uno de los diálogos más soberbios que el cine contemporáneo ha dado. Incluso más de uno, si además del de los dos protagonistas principales (de inmensas actuaciones cada uno) se le suma el que tiene lugar en Copenhague. «Aprenderé a nadar. Te lo juro», le dice Tim Robbins al personaje de Sarah Polley cuando Hanna le confiesa su miedo a que la tristeza y la vergüenza y las lágrimas no sólo la aneguen a ella misma, sino además al hombre que la quiera. Y, por fin, ambos se funden en el dilatado abrazo y el demorado beso.

Lloré con Mi vida sin mí y lo he vuelto a hacer con La vida secreta de las palabras. Supongo que para los demás, y menos para los críticos oficiales, ése es un baremo o un test poco fiable o poco relevante. Yo, al contrario, me fío más de la propia dinámica de mis emociones. Por eso me aventuro a recomendar la película de Coixet con gran énfasis sin temor a que mi apreciación ande errada. Además, me alegro lo indecible y estoy de lo más orgulloso de que se trate de cine español.

miércoles, agosto 30

UN LIBRO: "EL HOMBRE EN SUSPENSO", DE SAUL BELLOW

Podría convencer a los que me conocen de que leí esta novela porque su título me resultaba inapelable, más que nunca ahora. Sin embargo, para nada es así. Que el primer libro de este escritor norteamericano (publicado en 1944) se llame así y, de alguna manera, coincida en el diagnóstico sobre el estado de su protagonista con la situación de otras personas que estemos en un cierto e indeciso limbo personal, no fueron los motivos reales de que en pocos días le diera comienzo y rápido término. Cosa a la que ayuda sus pocas páginas, menos de doscientas. Tenía una imposición tácita conmigo mismo de iniciarme en la obra de Saul Bellow a lo menos tardar, y una mañana no me lo pensé más y fui a la librería por el volumen que inaugura la biblioteca de este autor en orden cronológico. Me gusta leer en esa escalada temporal los libros, para poder ir percibiendo cómo un artista crece a cada libro y encuentra su propia voz, perfecciona su quehacer y da por fin todo lo que es capaz y que tan sólo prometía en sus trabajos tempranos.
De todas formas, El hombre en suspenso ha sido una feliz casualidad. Cuenta la historia de Joseph, el narrador y protagonista, que vive en el Chicago del año 42 y aguarda la indicación de su junta de reclutamiento para que sea alistado y enviado a la guerra. Por diferentes razones, su espera se prolonga durante meses. Lo que nos cuenta, estructurado como un diario privado, son tanto sucesos reales como del pensamiento ocurridos durante ese periodo en el que pasa la mayor parte de su tiempo alojado junto a su mujer en una habitación de un edificio de apartamentos, saliendo poco a la calle y haciendo más vida interior que externa. Desdoblándose desde el hombre que fue antes de verse abocado a esa permanencia en suspenso a ese otro hombre hostigado, condicionado por la inactividad y el exceso de libertad. Porque el problema de Joseph es que, hasta un punto que no llegan otros hombres, se ve dueño de su libertad pero esta le abruma y demora cada vez hacer uso de ella. Ante Joseph, en su conciencia, llega a presentarse incluso un Espíritu de las Alternativas (sus otros dos nombres son, irónicamente, «Pero por otro lado» y «Tu as raison aussi»), con el que discute su trance y racionaliza los arranques de furor que ha estado mostrando frente a su mujer, sus amigos, sus vecinos... «La razón ha de conquistarse a sí misma», «No es el amor lo que nos causa el cansancio de vivir. Es nuestra incapacidad de ser libres», se dicen Joseph y el Espíritu en dos momentos distintos.
Todavía mantiene esa circunstancia de náufrago en el tiempo por unas semanas más, sintiendo que se anticipa la consecución de una derrota, y también que los años lo han conducido a cierta altura desde la que empieza a entenderse el ominoso significado de todo lo «irrecuperable», cuando finalmente se alista motu propio y se somete a los días mínimos necesarios para integrarse en el ejército. Incluso renuncia a diez días de permiso que le corresponderían, pues su ánimo está ya en la reglamentación de todo lo que ordena una existencia humana: su tiempo, su actividad y su mente.
Por tanto, Joseph cambia una libertad personal completa por «disciplina estricta» y «supervisión del espíritu». Cada una de las conclusiones a que previamente ha llegado en arreglo con su conciencia quedan barridas. La modernidad lo arrolla y la sombra de Kafka sobre todo el siglo XX demuestra otra vez lo encaminado de sus intuiciones.
Joseph es uno de los personajes soñadores de Saul Bellow. A través de ellos, este escritor dio a conocer su mirada, su punto de vista, que para nada puede comprenderse tan sólo con la lectura de esta su primera novela. Al contrario. Como escribió Barbara Probst Solomon a la muerte de Bellow, éste tenía “el convencimiento de que hay que asumir los riesgos de vivir la propia vida”. Y, también, que sus libros son «meandros filosóficos». Para comprender al Bellow oceánico se debe leer las historias de sus otros soñadores: Augie March, Herzog, Sammler, Humboldt... Soñadores contrarios a la norma no dictada, pero aun así extendida, de no expresar las emociones; contrarios a que su vida interior se califique de asunto solamente suyo. Soñadores que exploran la «naturaleza de la libertad o la posibilidad de elegir». Soñadores, por último, que vagabundean y se debaten por saber si las personas llegamos a realizarnos forjándonos una «construcción ideal», la que más nos corresponda y se nos adapte como un guante, para tomar con dignidad las riendas de nuestro destino. Quieren saber si esa «construcción ideal», algo así como un «centro exclusivo, apasionado y absorbente», es la respuesta. Es decir, como el objetivo, aquello que queremos y para lo que tenemos la obligación de ser responsables de la dimensión de la libertad que voluntariamente nos asignamos, y con la que nos facultamos.
Hay, dice el narrador de Bellow en El hombre..., algo así como unos «acuerdos efímeros mediante los que vivimos en paz con nosotros mismos». Eso se suma a lo ya expuesto para darnos un vislumbre de la complejidad de todo. No es fácil hacer que encajen cada uno de los componentes, y es ahí donde reside el reto. Es imposible acomodarse en un continuum de suspensión. «Todo lo que hemos olvidado grita en nuestros sueños pidiendo ayuda», escribió Elias Canetti. En ocasiones quien acompaña en ese grito es nuestra libertad rechazada.
Los mejores libros de Bellow están por venir. Este primero suyo ha sido una voz alentadora, un hálito para la voluntad, un puro entretenimiento y un pie a la sonrisa por la celebración de algunas cosas que me habían quedado eclipsadas.

martes, agosto 29

REDENCIÓN / 1

«Son las pasiones sobre cuyo origen nos engañamos las que más nos tiranizan», Oscar Wilde.
En otra parte soy un ‘buscador de caminos’ más. Creo que también en la realidad, porque es en ella donde llevo un tiempo haciendo honor a ese sobrenombre. No quiero decir que cada persona no sea un ‘buscador de caminos’ a su manera. Todo lo contrario, la mayoría de la gente traza su vida amparada en ese denominador común. Sin embargo, cuando decía que últimamente puedo llamarme así desde un punto de vista algo más literal, es porque hay momentos en que los caminos que antes se encontraron fueron a acabar. Y quizá no desembocasen en otro por el que seguir adelante manteniendo una unidad de sentido con lo ya vivido, o en una ramificación en la que elegir con riesgo pero orientándose con la mirada puesta en un horizonte que tenemos decidido, sino en un territorio de nadie, un piélago difuso, sin contornos y vedado, donde la vista es incapaz de aferrarse a ninguna distinción en el suelo y menos en la lejanía más próxima. Se continúa avanzando, porque «el tiempo no espera» y viene detrás y empuja con su inercia que acorrala. La conciencia de que se es frágil y vulnerable impera, entumece, casi somete las iniciativas. Un vértigo recorre como una conductividad energética las entrañas. Lo que enfocan los ojos adquiere un reborde sombrío, y a la vez pesa como sólo pueden pesar las fantasmagorías. Es difícil abrir por completo los párpados. Los recuerdos son ancla de plomo que late contumaz y punzante. Asusta el pasado por pasado, y un poco menos el futuro por inasible, por su imposibilidad de anticiparlo. Por la arraigada impotencia de no poder crearlo tampoco, idea que es fácil de instalarse y que se revela sólida y desafiante como esos soberanos de sanguinaria y heroica deposición. Hay diarias escaramuzas ingobernables que desbordarían su recipiente en la cabeza si no fueran hundiéndose cada vez más en el légamo melancólico que anega la cuna del espíritu. Razón y deseo vuelven a declarar que son irreconciliables. Eros y Tánatos puede que no se encuentren tan apartados de ti. («En la burla del amor anida la muerte», Joseph Conrad, La flecha de oro.) Se desconfía de la formación de sueños venideros. Porque no cicatrizaron aún las ilusiones desmoronadas que te otorgan un visaje de ruina. La carga envolvente de Atlas te atrapa en los sitios cerrados o de estrechos límites, a los que siempre se vuelve aunque escapes a refugios temporales. Pero no hay refugios absolutos. El desencanto sojuzga, tiraniza. Unos amigos dijeron: “el amor no puede salvarte”. Ni la cultura. Ni los otros. O sólo hasta cierto punto, a partir del cual no es factible que te acompañen. Conrad dijo: “Vivimos como soñamos: solos”. Te tienes a ti --única conformidad--, y aún no puedes ejercitar la libertad con destreza. Entonces empiezas a perseguir el propio decurso, que no está señalizado ni te pertenece ni te aguarda por predestinación ni te va a asegurar más adelante que fue el acertado y por el que tu vida se realizará en la esencia más inmanente de tu naturaleza. Entonces es cuando se puede decir de uno, un poco más literalmente, que está en un momento de suspenso, a la busca de un camino.
Lo cierto es que me he equivocado al extenderme tanto en la descripción. Si bien podría añadirle más contenido que la hiciera todavía más prolija a la vez que cercana, lo que pretendía era dar una idea más generalizable. Tan sólo afirmar que en ocasiones las personas estamos bloqueadas, perdidas, inseguras. Si con anterioridad habíamos cursado una serie de pautas que nos hacían más fácil la vida, ahora hay en parte resistencia a batir las alas y encarar el mundo, construir el resto, levantando los puentes necesarios. Arredra ser solos, si desconoces lo que ser. Cosas importantes que han dejado una huella triste condujeron a que te despreocupases en cierta medida. Pero, con todo y con eso, una pequeña luz clama en sordina, escondida dentro, en algún fuero plegado entre las entrañas y el discernimiento, que debes moverte. Lo que no se mueve tiene funesto destino. Aunque te reveles inútil de saber a dónde, la pequeña luz no se extingue, sino que espolea desde su inaccesible oquedad veteada de hielo y herrumbre. Un camino hace acto de presencia tarde o temprano. Como verdad, sólo el morir puede rebatirla. (No quiero abordar disquisiciones acerca de si la muerte no es sino otro camino más. Aquí no viene al caso.) Pero los caminos no salen a encontrarse con sus dueños: al revés. Estás perdido y lo que buscas es una salida: TU salida. Son momentos en que ejercitas sobre todo de buscador. Hasta que no se halla el camino, el tiempo que empleas es denso y enervante, ladrón del aliento y el ánimo --en extremos muy extremos, del ánima; gracias sean dadas a que tampoco es el caso--, confuso y lastrante. Además de infructuoso, seguramente.
Estoy de pleno en ese tiempo y en ese ejercicio investidor: busco un camino más allá de la vacía planicie. Hasta ahora, es cierto en mí lo apuntado. Creo que me cuesta hallar un recorrido a seguir porque me faltaría previamente algo. No sé si podré conseguir eso: me han dicho que ha de transcurrir un periodo, después del cual sí. Pero, aún así, no sé. Eso que es previo y me urge y es necesario para que pueda buscar y encontrar, alcanzar a saber lo que quiero, ver el camino y orientar mis pasos hacia él, es la duda insomne hilvanada en un ir y venir tal que se han enredado con astucia y mala índole en mi mente, cimentando un oscuro edificio de malos presagios larvados en su puro egoísmo. La duda pedestre y, también, trascendental de si es posible superar ciertas cosas de manera aceptable y aún más. Si existe la redención.
Porque antes de tomar la salida debo abrir esa ventana.
(Seguirá...)