miércoles, agosto 30

UN LIBRO: "EL HOMBRE EN SUSPENSO", DE SAUL BELLOW

Podría convencer a los que me conocen de que leí esta novela porque su título me resultaba inapelable, más que nunca ahora. Sin embargo, para nada es así. Que el primer libro de este escritor norteamericano (publicado en 1944) se llame así y, de alguna manera, coincida en el diagnóstico sobre el estado de su protagonista con la situación de otras personas que estemos en un cierto e indeciso limbo personal, no fueron los motivos reales de que en pocos días le diera comienzo y rápido término. Cosa a la que ayuda sus pocas páginas, menos de doscientas. Tenía una imposición tácita conmigo mismo de iniciarme en la obra de Saul Bellow a lo menos tardar, y una mañana no me lo pensé más y fui a la librería por el volumen que inaugura la biblioteca de este autor en orden cronológico. Me gusta leer en esa escalada temporal los libros, para poder ir percibiendo cómo un artista crece a cada libro y encuentra su propia voz, perfecciona su quehacer y da por fin todo lo que es capaz y que tan sólo prometía en sus trabajos tempranos.
De todas formas, El hombre en suspenso ha sido una feliz casualidad. Cuenta la historia de Joseph, el narrador y protagonista, que vive en el Chicago del año 42 y aguarda la indicación de su junta de reclutamiento para que sea alistado y enviado a la guerra. Por diferentes razones, su espera se prolonga durante meses. Lo que nos cuenta, estructurado como un diario privado, son tanto sucesos reales como del pensamiento ocurridos durante ese periodo en el que pasa la mayor parte de su tiempo alojado junto a su mujer en una habitación de un edificio de apartamentos, saliendo poco a la calle y haciendo más vida interior que externa. Desdoblándose desde el hombre que fue antes de verse abocado a esa permanencia en suspenso a ese otro hombre hostigado, condicionado por la inactividad y el exceso de libertad. Porque el problema de Joseph es que, hasta un punto que no llegan otros hombres, se ve dueño de su libertad pero esta le abruma y demora cada vez hacer uso de ella. Ante Joseph, en su conciencia, llega a presentarse incluso un Espíritu de las Alternativas (sus otros dos nombres son, irónicamente, «Pero por otro lado» y «Tu as raison aussi»), con el que discute su trance y racionaliza los arranques de furor que ha estado mostrando frente a su mujer, sus amigos, sus vecinos... «La razón ha de conquistarse a sí misma», «No es el amor lo que nos causa el cansancio de vivir. Es nuestra incapacidad de ser libres», se dicen Joseph y el Espíritu en dos momentos distintos.
Todavía mantiene esa circunstancia de náufrago en el tiempo por unas semanas más, sintiendo que se anticipa la consecución de una derrota, y también que los años lo han conducido a cierta altura desde la que empieza a entenderse el ominoso significado de todo lo «irrecuperable», cuando finalmente se alista motu propio y se somete a los días mínimos necesarios para integrarse en el ejército. Incluso renuncia a diez días de permiso que le corresponderían, pues su ánimo está ya en la reglamentación de todo lo que ordena una existencia humana: su tiempo, su actividad y su mente.
Por tanto, Joseph cambia una libertad personal completa por «disciplina estricta» y «supervisión del espíritu». Cada una de las conclusiones a que previamente ha llegado en arreglo con su conciencia quedan barridas. La modernidad lo arrolla y la sombra de Kafka sobre todo el siglo XX demuestra otra vez lo encaminado de sus intuiciones.
Joseph es uno de los personajes soñadores de Saul Bellow. A través de ellos, este escritor dio a conocer su mirada, su punto de vista, que para nada puede comprenderse tan sólo con la lectura de esta su primera novela. Al contrario. Como escribió Barbara Probst Solomon a la muerte de Bellow, éste tenía “el convencimiento de que hay que asumir los riesgos de vivir la propia vida”. Y, también, que sus libros son «meandros filosóficos». Para comprender al Bellow oceánico se debe leer las historias de sus otros soñadores: Augie March, Herzog, Sammler, Humboldt... Soñadores contrarios a la norma no dictada, pero aun así extendida, de no expresar las emociones; contrarios a que su vida interior se califique de asunto solamente suyo. Soñadores que exploran la «naturaleza de la libertad o la posibilidad de elegir». Soñadores, por último, que vagabundean y se debaten por saber si las personas llegamos a realizarnos forjándonos una «construcción ideal», la que más nos corresponda y se nos adapte como un guante, para tomar con dignidad las riendas de nuestro destino. Quieren saber si esa «construcción ideal», algo así como un «centro exclusivo, apasionado y absorbente», es la respuesta. Es decir, como el objetivo, aquello que queremos y para lo que tenemos la obligación de ser responsables de la dimensión de la libertad que voluntariamente nos asignamos, y con la que nos facultamos.
Hay, dice el narrador de Bellow en El hombre..., algo así como unos «acuerdos efímeros mediante los que vivimos en paz con nosotros mismos». Eso se suma a lo ya expuesto para darnos un vislumbre de la complejidad de todo. No es fácil hacer que encajen cada uno de los componentes, y es ahí donde reside el reto. Es imposible acomodarse en un continuum de suspensión. «Todo lo que hemos olvidado grita en nuestros sueños pidiendo ayuda», escribió Elias Canetti. En ocasiones quien acompaña en ese grito es nuestra libertad rechazada.
Los mejores libros de Bellow están por venir. Este primero suyo ha sido una voz alentadora, un hálito para la voluntad, un puro entretenimiento y un pie a la sonrisa por la celebración de algunas cosas que me habían quedado eclipsadas.

martes, agosto 29

REDENCIÓN / 1

«Son las pasiones sobre cuyo origen nos engañamos las que más nos tiranizan», Oscar Wilde.
En otra parte soy un ‘buscador de caminos’ más. Creo que también en la realidad, porque es en ella donde llevo un tiempo haciendo honor a ese sobrenombre. No quiero decir que cada persona no sea un ‘buscador de caminos’ a su manera. Todo lo contrario, la mayoría de la gente traza su vida amparada en ese denominador común. Sin embargo, cuando decía que últimamente puedo llamarme así desde un punto de vista algo más literal, es porque hay momentos en que los caminos que antes se encontraron fueron a acabar. Y quizá no desembocasen en otro por el que seguir adelante manteniendo una unidad de sentido con lo ya vivido, o en una ramificación en la que elegir con riesgo pero orientándose con la mirada puesta en un horizonte que tenemos decidido, sino en un territorio de nadie, un piélago difuso, sin contornos y vedado, donde la vista es incapaz de aferrarse a ninguna distinción en el suelo y menos en la lejanía más próxima. Se continúa avanzando, porque «el tiempo no espera» y viene detrás y empuja con su inercia que acorrala. La conciencia de que se es frágil y vulnerable impera, entumece, casi somete las iniciativas. Un vértigo recorre como una conductividad energética las entrañas. Lo que enfocan los ojos adquiere un reborde sombrío, y a la vez pesa como sólo pueden pesar las fantasmagorías. Es difícil abrir por completo los párpados. Los recuerdos son ancla de plomo que late contumaz y punzante. Asusta el pasado por pasado, y un poco menos el futuro por inasible, por su imposibilidad de anticiparlo. Por la arraigada impotencia de no poder crearlo tampoco, idea que es fácil de instalarse y que se revela sólida y desafiante como esos soberanos de sanguinaria y heroica deposición. Hay diarias escaramuzas ingobernables que desbordarían su recipiente en la cabeza si no fueran hundiéndose cada vez más en el légamo melancólico que anega la cuna del espíritu. Razón y deseo vuelven a declarar que son irreconciliables. Eros y Tánatos puede que no se encuentren tan apartados de ti. («En la burla del amor anida la muerte», Joseph Conrad, La flecha de oro.) Se desconfía de la formación de sueños venideros. Porque no cicatrizaron aún las ilusiones desmoronadas que te otorgan un visaje de ruina. La carga envolvente de Atlas te atrapa en los sitios cerrados o de estrechos límites, a los que siempre se vuelve aunque escapes a refugios temporales. Pero no hay refugios absolutos. El desencanto sojuzga, tiraniza. Unos amigos dijeron: “el amor no puede salvarte”. Ni la cultura. Ni los otros. O sólo hasta cierto punto, a partir del cual no es factible que te acompañen. Conrad dijo: “Vivimos como soñamos: solos”. Te tienes a ti --única conformidad--, y aún no puedes ejercitar la libertad con destreza. Entonces empiezas a perseguir el propio decurso, que no está señalizado ni te pertenece ni te aguarda por predestinación ni te va a asegurar más adelante que fue el acertado y por el que tu vida se realizará en la esencia más inmanente de tu naturaleza. Entonces es cuando se puede decir de uno, un poco más literalmente, que está en un momento de suspenso, a la busca de un camino.
Lo cierto es que me he equivocado al extenderme tanto en la descripción. Si bien podría añadirle más contenido que la hiciera todavía más prolija a la vez que cercana, lo que pretendía era dar una idea más generalizable. Tan sólo afirmar que en ocasiones las personas estamos bloqueadas, perdidas, inseguras. Si con anterioridad habíamos cursado una serie de pautas que nos hacían más fácil la vida, ahora hay en parte resistencia a batir las alas y encarar el mundo, construir el resto, levantando los puentes necesarios. Arredra ser solos, si desconoces lo que ser. Cosas importantes que han dejado una huella triste condujeron a que te despreocupases en cierta medida. Pero, con todo y con eso, una pequeña luz clama en sordina, escondida dentro, en algún fuero plegado entre las entrañas y el discernimiento, que debes moverte. Lo que no se mueve tiene funesto destino. Aunque te reveles inútil de saber a dónde, la pequeña luz no se extingue, sino que espolea desde su inaccesible oquedad veteada de hielo y herrumbre. Un camino hace acto de presencia tarde o temprano. Como verdad, sólo el morir puede rebatirla. (No quiero abordar disquisiciones acerca de si la muerte no es sino otro camino más. Aquí no viene al caso.) Pero los caminos no salen a encontrarse con sus dueños: al revés. Estás perdido y lo que buscas es una salida: TU salida. Son momentos en que ejercitas sobre todo de buscador. Hasta que no se halla el camino, el tiempo que empleas es denso y enervante, ladrón del aliento y el ánimo --en extremos muy extremos, del ánima; gracias sean dadas a que tampoco es el caso--, confuso y lastrante. Además de infructuoso, seguramente.
Estoy de pleno en ese tiempo y en ese ejercicio investidor: busco un camino más allá de la vacía planicie. Hasta ahora, es cierto en mí lo apuntado. Creo que me cuesta hallar un recorrido a seguir porque me faltaría previamente algo. No sé si podré conseguir eso: me han dicho que ha de transcurrir un periodo, después del cual sí. Pero, aún así, no sé. Eso que es previo y me urge y es necesario para que pueda buscar y encontrar, alcanzar a saber lo que quiero, ver el camino y orientar mis pasos hacia él, es la duda insomne hilvanada en un ir y venir tal que se han enredado con astucia y mala índole en mi mente, cimentando un oscuro edificio de malos presagios larvados en su puro egoísmo. La duda pedestre y, también, trascendental de si es posible superar ciertas cosas de manera aceptable y aún más. Si existe la redención.
Porque antes de tomar la salida debo abrir esa ventana.
(Seguirá...)

lunes, agosto 28

UN LIBRO: “2666”, DE ROBERTO BOLAÑO

En enero de 2005 compré el libro, que no empecé a leer hasta el mes de noviembre o diciembre (antes hubo un intento de ponerme con él, pero otras novelas de menor volumen prevalecieron sobre esta novela póstuma), y que acabé ayer, precisamente. Creo que ha sido uno de los libros que más he tardado en terminar, de los que más amplio periodo de tiempo me han acompañado en la cabeza: mientras una lectura está inconclusa, de una u otra forma se instala en el subconsciente y apela de vez en cuando a las vivencias que ocurren entre tanto. Es cierto que un libro no tiene por qué abandonar tu pensamiento a partir del momento en que lo devuelves a la estantería de una manera más o menos definitiva, aunque vuelva a ser consultado y releído, y todavía diga cosas nuevas en esas visitas posteriores. Pero serán otros libros los que sustituyan el apetito de intriga narrativa. Aún así, 2666 ha sido una compañía prolongada, un leer de cerca de un año. La llamada “Parte de los crímenes” fue la que más se dilató, en la que establecí más treguas, manteniendo aun así un goteo de páginas que se alargó por semanas y todavía más, intercalando en el entretanto otros autores y otras obras. Lo que no quiere decir que suspendiera por completo continuar con 2666. Sus escuetos y numerosos capítulos fueron amoldándose al curso de ese casi un año de mi vida, y los avatares que en ese tiempo tuvieron lugar también repercutían en lo que la novela expresaba a su lector particular.
Pocos libros son los que causan un reflejo de sensaciones semejante: las palabras de Roberto Bolaño filtraban zonas de realidad, circunstancias, emociones, recuerdos, ideas..., y las hacía emerger de la celulosa blanca como si hubiesen atravesado un bautismo de fuego que les diera un nombre más amplio que el que cada persona desde sí misma y con la única mirada de su individual existencia puede imprimirles, para constituirse en un planteamiento más grande (no estoy hablando de respuestas, ni de soluciones: el arte no busca ni es capaz de eso; la poesía formula y nombra y plantea, que son los medios por los cuales llega a mostrar una impresión de asomo de las dimensiones de la oscuridad, del universo, del pasado; de lo terrible y de lo asombroso de todo; de las luces y sombras del corazón humano). En el caso de la última obra que nos dejó Bolaño, además de la compañía que todo lector encuentra en la lectura, hubo también hallazgo de intuiciones plasmadas en frases que abren puertas a espacios no del todo desconocidos (que, eso sí, escapan a una exacta definición), así como revulsivos, identificaciones, consuelo y aceptación, pero no verdades. Llegabas a comprender sin necesidad de explicar. Ahí es donde se descubre a escritores de algún modo compasivos. Pues aceptar consiste en comprender que no se pueden encontrar siempre, incluso la mayoría de las veces, explicaciones.
De Bolaño he leído asimismo Estrella distante, Nocturno de Chile, Llamadas telefónicas y su recopilación periodística Entre paréntesis. En el instituto comencé Los detectives salvajes, del que siempre he lamentado no haber puesto un poco más de empeño para no dejarlo cuando me vi incapaz, y que no estaba preparado para él. Luego no he vuelto a retomarlo, pero espero hacerme con él y leerlo en un plazo razonable. Pienso que, junto con 2666, los dos libros pertenecen a un autor importante. No hablo de “imprescindibilidad”, como se tilda en ocasiones a los productos culturales. Ni de que sean “necesarios”: en ello estoy con Javier Marías (muy estimado por Bolaño), que no hay creación humana calificables así, de forma absoluta y tajante, pues la vida puede prescindir por completo del arte; otra cosa es que el arte sea el gran enriquecedor, algo que tampoco parece discutible. Me refiero a que yo querría dar mi reconocimiento al legado de este hombre de letras chileno, al que considero un autor contemporáneo importante, leyendo esas dos novelas donde el narrador principal es Alberto Belano, y transmitiendo el fruto que esas lecturas me aportaron, en la medida de mis posibilidades. Pero sin hacerlo ex cátedra, como alguno de los críticos que protagonizan la primera de las cinco partes de la novela ambientada en Santa Teresa, metáfora en la ficción (¿«ficción»?, me surge la duda) de la igualmente infernal Ciudad Juárez.
Si 2666 se hubiera escrito en inglés, quizá su eco, sus repercusiones editorial y literaria habría sido a otro nivel, sin una acogida tan adormecida. Quizá. Como lector, me basta mi propio disfrute. Sin embargo, como persona que vive en una cultura de lengua española, a lo mejor me hubiese gustado que el tener un libro así en nuestro acervo tuviera reacciones colectivas más sonoras, más patentes de entusiasmo: lo que sería síntoma de que muchos otros compartían el atisbo de ‘privilegio’ (ignoro si utilizo una expresión correcta del todo, sin parecer que postulo de forma ridícula como un visionario, o que entro en una espiral de alabanzas irreales), porque en español original contamos con una obra de arte semejante. Un lector de este país llega a saber a qué atenerse en relación a eso de las reacciones colectivas, al reconocimiento mayoritario de los alcances de nuestros propios artistas. Por eso no debería quedar el leve resquemor que en ocasiones sigue permaneciendo cuando, como personas que compartimos una misma historia, lengua y referentes, no nos percatamos y celebramos y agradecemos que hay libros escritos y legibles en español como 2666; o como Tu rostro mañana, de Marías; o como Sefarad, de Antonio Muñoz Molina; o como la saga de El capitán Alatriste, de Arturo Pérez-Reverte. A veces es un poco desolador (antes decía ‘leve resquemor’, que como lectores se nos pasa con algo de tiempo, pues desde nuestra posición terminamos haciendo un poco para contrarrestarlo: hablar a unos amigos de esa obra que te ha gustado, o te ha golpeado con su poesía; comprar otros libros de ese autor, o simplemente leerlos, pues ahí están las bibliotecas; escribir en tu blog sobre dicho libro de dicho autor; etc.) que en conjunto no nos demos cuenta de que, con ciertas obras de arte recientes, somos testigos de un adelanto de la posteridad. Que estábamos ahí, asistiendo al nacimiento o la aparición de un artefacto inmortal que sorprenderá y deleitará a lectores futuros, influidos quizá por la fama que haya ido ganando esa creación con el tiempo, que termina poniendo todo en su sitio. O casi.
Lo mismo a esos futuros lectores les sea difícil asumir que nosotros no fuéramos capaces de ver que esa posteridad ya estaba entre nosotros, que sólo teníamos que leer y columbrar lo magno que hay en 2666, como en otras grandes novelas con las que se hermana.
Aunque es un libro inacabado por la muerte de Bolaño a unos meses de haberlo terminado, su lectura resulta más que satisfactoria y hasta redonda. Las últimas páginas son una narración en esbozo de lo que el escritor habría desarrollado si hubiese tenido el tiempo requerido, pero bastante podemos regocijarnos con la obra tal como ha sido publicada. La despedida que hizo puede que no sea la definitiva, y es posible que la redactase preventivamente. Da igual. Se leen esas últimas páginas viendo una cierta parábola que Bolaño establecía sobre sí mismo, sobre lo que le gustaba escribir. ‘Humilde y en buena prosa’. Es bienhumorada la sección final (el resto de su creación también, pero especialmente esta parte), la referida a un alemán que da, con su apellido, nombre a una variedad de helado de crema que se disfruta más durante el resto del año que en verano. En ese pasaje vuelve a darnos a mirar por una grieta lo inmenso y la inefabilidad del misterio; la actitud cruel y fría y de chacota del cosmos, donde los legados tienen un destino contrariado o, como mínimo, paradójico. Bolaño dice ahí, tanto con ironía como con laconismo, qué considera que es su literatura, aunque no afirmándolo abiertamente, dejando libertad de interpretación. Eso sí, su categoría (la de su talento) de pensador y novelista la encontramos en una parte de la descripción de su quehacer literario: “Le interesaba la dignidad y le interesaban las plantas. Sobre la felicidad no dijo una palabra, supongo que porque la consideraba algo estrictamente privado y acaso, ¿cómo llamarlo?, pantanoso o movedizo”.
Desde aquí lanzo el ‘consejo suave’ (me gustó esa expresión de Pedro Almodóvar), la sugerencia de su lectura. Bolaño aludía también a la libertad y a la justicia entre sus intereses artísiticos. Me parece justo que los autores que admiramos sean leídos y aplaudidos: así los amantes de la cultura son un poco más felices, y es como se es justo con los que comulgamos de la misma pasión.

lunes, agosto 21

LA MIRADA DEL CAPITÁN

Llevo poco menos de dos años sin ir regularmente al cine. Antes solía ver tres películas al mes en gran pantalla, lo que no estaba mal: los viernes de estreno sobre todo, iba con uno o más amigos a Murcia y seguíamos la actualidad cinematográfica; sin contar que otras buenas películas las sacaba en DVD de alguna biblioteca para los fines de semana, o cuando grababa el programa de Garci porque había visto en el teletexto que esa semana se emitía otro de esos clásicos que se amontonan en una lista prolongada de lo que me faltaba --y me falta-- por disfrutar de ese mundo paralelo ‘donde todo ha sucedido’, como titula Javier Marías su libro más reciente sobre cine. Después he bajado mucho ese ritmo, hasta el punto de no ver sino alguna que otra película en varios meses. No sólo en el cine, si no también en casa. Motivos habría más de uno, aunque entre ellos fue importante que la calidad de la cartelera fuera dejando bastante que desear --parece que tal dinámica seguirá así-- cuando las propias ganas de ir al cine tampoco eran las de antes.
En cuanto al tipo de cine que me gusta, pienso que todavía soy un espectador que tiene que perfilar su criterio, y por eso veía la mayor parte de las películas que fueran de entretenimiento o un poco más ambiciosas artísticamente, sólo descartando aquellas que de veras lamentarías tener que pasar dos horas tiranizado por un espectáculo que no toleraría consentir. De otro modo, durante años, desde el instituto, la mayor parte de los films de renombre, bien por su éxito económico, bien por su éxito en galardones o bien por sus propios méritos cinematográficos, pasaban ante mis ojos complacidos y se satisfacía momentáneamente un apetito que por entonces todavía conservaba. Luego fui perdiendo la costumbre de tanto cine, hasta el punto de que ha llegado a apetecerme poco no ver más que las películas inexcusables, a las que me arrastraban amigos o que yo mismo no me podía negar.
Ahora en septiembre llega una de ésas. He leído un par de reportajes sobre la película de Alatriste, y el simple relato sobre el papel de alguno de sus pasajes ha bastado para que me emocionase. Desde la primera de las novelas de la serie, he seguido la historia de España en las historias del capitán, Íñigo Balboa, Quevedo, Copons, Angélica de Alquézar, Olivares, Cagafuego, Sangonera, y todos los otros personajes. Arturo Pérez-Reverte ha sido uno de los escritores que más me han influido en la vida --le pese a quien le pese; desde luego, a mí no--. Empecé a admirarlo con La piel del tambor, y en adelante no ha habido libro suyo que no comprase en cuanto salía a la venta para agotarlo en el mínimo tiempo. A sus seis títulos de narrativa histórica ambientados en la declinante España imperial les guardo un especial afecto. Hice la carrera de Historia en parte ilusionado con las lecturas de Alatriste, capaces de despertar una cierta vocación. Estudiar la época que me había fascinado en los relatos de ficción, sobre todo lo relativo a los tercios y también al Siglo de Oro, otorgaba dimensión a las vivencias conocidas de tan trágicos héroes. Dentro de poco, en el cine esas emociones serán de nuevo encontradas. Lo que se puede esperar de la película de Agustín Díaz-Yanes es una ventana a lo que somos reconstruyendo un pasado de lo más actual y del que muchos se han empeñado en apostatar de él. Es un perentorio ejercicio de memoria.
Con esta película tengo de nuevo algunas ganas de cine. Ganas de ver cómo mira el capitán Alatriste, con toda la derrota y el coraje y la dignidad en sus ojos cansados.

jueves, agosto 17

LOS 40 CRIMINALES

Queda aún un mes de verano. Todavía el panorama musical de consumo masivo puede darnos más hitos este año (en el programa de la Igartiburu he escuchado hoy que Cristina Aguilera saca disco de aquí a una semana). Por mí no hace falta, digo por adelantado. Ya me gustaría a mí ahorrarme los singles, clips, álbums, remixes y rescates de canciones que sonarán ubicuamente en lo que falta de vacaciones. Me refiero con ‘rescates’, explico, a que en las ondas hayan vuelto a aparecer temas como La flaca, de Jarabe de Palo; Carolina, de M-Clan; Hijo de la luna, Mujer contra mujer, Duele el amor, etc, de Mecano y Ana Torroja (sin poder discriminar mucho, con esto de la gira en solitario y la fuerza del destino y, va a ser sobre todo eso, las ansias por vender); You’re Beautiful, del impenitente James Blunt, que no es que sea un rescate, porque no nos han dejado ni que podamos por fin olvidarnos un poco de su vocecita andrógina, pero que persiste cuando debería haber dejado ya el campo libre a otras ‘composiciones’ --lo malo de los sinónimos es que pueden dignificar lo que no se merece ese tratamiento; por eso entrecomillo--.

Estoy hablando, hasta el momento, de música --haré el esfuerzo de no entrecomillar, pues intuyo que a cada línea aumenta el número de mis enemigos, y no es ésa la cuestión-- que sí resulta aceptable, para disfrutar de forma vacua, nada en plan experiencia artística. No. Esa música pop o rock lights y simpática que todos tenemos como hilo sonoro de fondo en nuestras vidas lleva presente desde hace mucho y lo continuará estando, hasta el punto de que ya dejamos de percibirla y nos podemos abstraer de ella. Sólo cuando la atendemos a propósito nos divertimos con ese pop o ese rock lights por el pacto de no pretender que sean más de lo que ofrecen: una escenografía variada pero industrial y barata para nuestras desinhibiciones. La cosa falla al considerar tal música como creaciones en las que recrearse (valga el juego de palabras), degustándolas como si poseyeran una impronta de trascendencia, como si fuera una expresión cultural enriquecedora. Es decir, como si fuera lo mismo escuchar Estopa --podría haber puesto un ejemplo peor: podría haber escrito Melendi-- que Van Morrison. O estar pendientes del E-Mule por si puede descargarse ya, por fin, sólo hace una hora que salió a la venta, lo nuevo de la Niña Pastori, y llegar a un trance que no proporciona ni siquiera Ella Fiztgerald.

Lo mismo no se me entiende ni la mitad. Pero digo básicamente que nos falta bastante criterio musical, y esto que afirmo lo apoyo en nombres de cantantes y grupos que todavía nos merecen respeto. Si en el discurso hubiera metido a los ganadores de los programas de Operación Triunfo o a los ‘autores’ de éxitos pasajeros que las industrias discográficas y cadenas musicales lanzan con fecha de caducidad ya establecida para ciertas temporadas o eventos, entonces la imagen que habría dado sería depresiva con creces. Aunque ya hay quienes tararean como canciones de sus vidas algunas originadas en las condiciones últimas que he descrito. No lo sé, cada cual tiene su opinión, pero creo que es empobrecedor y triste --además de denigrante-- que muchas personas identifiquen experiencias íntimas realmente importantes con letras y acordes de manufactura tan fría, tan de laboratorio de trastienda con miras únicamente comerciales. Con canciones de ídolos prefabricados a los que deberíamos dar el favor de la duda para que demuestren su valía si de veras cuentan con ella, y no la entrega total a la que los estamos malacostumbrando. Sobre todo porque esa entrega total luego es ambicionada por muchos otros que irán en un futuro a engrosar los nombres de cantantes y grupos surgidos, a mi entender, de una forma tan bastarda: pues son impuestos más que descubiertos y entregados a la admiración o no del público.

Protestar o ir contra todo esto, sin embargo, constituye una actividad de lo más estéril. Tampoco existe tal intención en lo que escribo. Quería anticipar con lo precedente un malestar personal: aceptando el estado de las cosas, mientras nada impida mi libertad de ir a la tienda para comprar la música que a mí me apetezca, sólo resta que no se cruce otro límite, o que deje de cruzarse: la plomiza sobre-exposición a un pequeño repertorio de relativa actualidad y su cíclica repetición ad nauseam que hace que cada día escuches lo mismo si estás en lugares públicos, sólo que alternadamente. Repetición que llega al punto de banalizar canciones que en principio despiertan en nosotros un interés inusitado: me refiero a Julieta Venegas, con la que se es injusto al hacer que ya aburra oír su afectuosa Me voy; o las de Amaral, que sí me gusta pero sé colocar en su sitio. No digo ya que basta de que El canto del loco o Pereza, por poner dos grupos, se autoproclamen herederos del rock y, encima, nos vendan la moto de su transgresión a ultranza. O que basta de poner por las nubes a la Oreja de Van Gogh por parte de todos los locutores de sintonías musicales españolas, cuando estamos de acuerdo en que tanto arreglo electrónico, tanta contorsión de su vocalista, tanta palabra meliflua y tanto edulcorante a porrón sólo crea adeptos entre los --y las-- poppys más irredentos. Ni digo tampoco que basta de copar tanto espectro erciano con idéntica y perpetua música sin apenas contenido, mientras apenas nos es posible escuchar a gente como Nacho Vegas, Javier Crae, Astrud, Quique González o Bunbury, poetas estos sí, y no el tan manoseado Manolo García. No pido erradicar el reggaeton o el house --petición comprensible, pienso, por otro lado. Lo que digo es que tanta vuelta de tuerca, un día tras otro, de los mismos ‘éxitos’ que nos hacen escuchar sin que podamos evitar memorizarlos, invade nuestra conciencia de manera intolerante. Hablar de hastío es poco, y más que nunca en verano, cuando en pleno agosto ya puedes vomitar por completo hasta la última coma de la larga lista de lo más escuchado y sus alrededores.

Ahora que he terminado de escribir esta entrada me siento algo mejor. Es cierto que viene bien desahogarse, aunque todo quede en eso, poniendo en palabras pensamientos irresueltos que, de no expresarse de una u otra forma, no te dejan del todo tranquilo. Hoy fue la música de la radio, la mayoritaria, la que de noche y de día está donde está la multitud. El título no es mío, sino de Marcelo Ortega, quien en parte tiene culpa del punto de vista que doy aquí, pues desde hace unos meses me ha estado iniciando, junto con otro gran amigo --me refiero a ti, Manu--, en lo que sería la clase de música que no me ruboriza nombrar sin abrir comillas.

jueves, agosto 10

UTOPÍA HOSTELERA

A fuerza de estar detrás de una barra de bar, y de hablarlo con otros camareros que también lo han llegado a pensar así, se me ha ido consolidando la impresión algo temeraria (no tengo el asunto lo bastante documentado para saber si existe uno o más casos que contravengan esta ‘regla’ que aquí sugiero) de que el mundo sería mucho mejor si buena parte de los que lo formamos trabajásemos, aunque fuera por un tiempo mínimo, una breve temporada, en la hostelería. Digo que no estoy en condiciones plenas de sostener mi intuitivo razonamiento porque desconozco en estos momentos si hubo o hay personaje histórico, tirano político o magnicida declarado que en algún periodo de su vida trabajase en un restaurante, una sala de fiestas, una casa de comidas, en la barra de una discoteca, en una heladería o en un bar. En tal caso, y no sería raro que así fuese, esta fórmula que propongo se caería por su propio peso. Sin embargo, quizá no quede del todo invalidada. Creo con firmeza en el fondo de la cuestión: el empleado en hostelería aprende virtudes que repercuten en el beneficio general de la sociedad. Puede que una afirmación así suene grandilocuente, o simplemente estúpida y ridícula. “Ya sabía que la gente sólo escribe chorradas en su blog, pero los hay que se superan hasta alcanzar récords verdaderamente aplaudibles con manos, orejas y plantas de los pies, todo a la vez; aplaudibles por lo sonrojantes”, pensará o dirá alguno que otro si llega a tener la paciencia de leer esta página. En cierta forma, comprendo que pueda desprenderse una conclusión así cuando se ve lo que escribo acerca de relacionar el bienestar humano con el trabajo en la hostelería. De todas maneras, continuo terminando de expresar mi anhelo: ganaríamos mucho en paciencia, audacia, comprensión y eficiente pragmatismo si en la formación personal de la gente hubiera una fase como camarero (esas tres competencias de la sociabilidad colectiva se agudizan si se está en precario, si se trabaja sin contrato: eso perjudica al individuo en su aspecto laboral, y no es deseable en ningún caso, sólo que en mi propia experiencia he creído que a situación tan poco estable se puede dar una respuesta, siempre sin pecar de ingenuos y ateniéndose a la realidad, ‘ejemplar’: aprendiendo a que no se debe conjurar a «alzarse», a las primeras de cambio, a la «negra venganza» --es que estoy leyendo Othello--).He de admitir que tanto el camarero como el hombre de negocios, el político, el militar, el profesado en religión y el delincuente lucen falsas sonrisas indefectiblemente. Pero de ellas, la menos amenazadora y, por tanto, peligrosa, será sin contestación la del primero. A no ser que el camarero decida dejar de serlo y pase a convertirse en delincuente que aprovecha su oficio hostelero para atentar contra la integridad de otras personas. Una posibilidad que nos lleva a entrar en otro terreno, el de la fabulación, y por el que no vamos a seguir, en este post concreto al menos. Como decía, y eludiendo salvedades extremas, el camarero se muestra ante el resto de esas otras figuras enumeradas, como un ‘sirviente’, mucho más comprobable de lo que pregonan el negociante, el político, el militar, el religioso y el criminal. Los camareros sí estamos más sujetos al hecho de servir, y no poseemos las cortapisas y los métodos de escaqueo y autobonificación de los mencionados sujetos con mayor rango y poder sociales. Incluso me atrevería a decir que el ejercicio hostelero es más intenso que cualquiera de los otros expuestos: la dedicación, por lo general, es de un tiempo quizá no tan extenso, pero creo que sí es de una concentración y concienciación mayores.Las generalizaciones tienen en sí mismas una traición: no son aplicables de forma absoluta. Tal es su peligro. Al dejar constancia de una utopía así, que conviviríamos mejor si en la educación cívica --no confundir con la educación colegiada, sino que me refiero a aquella autodidacta-- de los más, en el expediente personal de la mayoría, cupiese la provechosa experiencia de haber sido ‘explotado’ --sin tintes dramáticos, o sólo los justos-- poniendo copas, tirando cerveza, sirviendo tapas, recitando cartas de vinos y menús (entrantes, primeros y segundos platos, postres y cafés, sabores de licor para un último tapón de despedida), paseando la bandeja que porta los platos que se colocan ante los comensales y recoge los que se retiran, etc., digo, al dejar constancia de una utopía así, no es difícil incurrir en simplismo o error de cálculo, según se subestime o se sobrestime la fe que puede depositarse en los humanos. Tampoco cabe extender a completos extranjeros de todo esto la aspiración desarrollada: no a un monje tibetano, ni a un campesino chino, ni a un indígena amazónico. Entonces sí nos encontraríamos ante un despropósito de exorbitado calibre.Concluyendo ya, sólo me queda mantener las líneas maestras --es un decir, una expresión hecha, no busco reafirmarme con expresiones resonantes, y prefiero huir de la prosopoyeya-- de lo que he venido reflexionando. Mi opinión tiene de base la vivencia, si no contar tanto sería un abuso. Más paciente y más tolerante puede salirse de detrás de la barra de un bar, donde ganas confianza, avezamiento, penetración (llegas a saber a quién y cómo debes hablar, es lo que tiene dar la cara) y, sobre todo, aprendes a hacer veinte cosas a la vez, porque hay que hacerlas y no hay vuelta de hoja, nada de postergar unas para adelantar en otras. Y, quien llega a hacer veinte cosas a la vez porque a eso le obligan las circunstancias, puede plantearse cuestiones profundamente humanas que no son capaces ni de atisbar un político, un mercader, un soldado, un dogmático ni un patibulario. Lo principal, respeto para otros: cuando eres tú el que vas a tomar algo, no metes prisas ni miras mal al camarero o a la camarera, sobre todo si tiene pinta de haber empezado hace poco en la hostelería, o de llevar ya muchas horas e intuir las que todavía le restan hasta la de salida. ¿Cómo no ver en ello un gran adelanto?

jueves, agosto 3

APRENDIZAJE

Esta vez he preferido abstenerme de robar un título o una pasaje para focalizar la atención lectora sobre mis devenires. Aunque he de admitir que se me había pasado por la cabeza el utilizar la feliz fórmula flaubertiana que ya se ha convertido en canónica para el tema que expresa: la educación sentimental. Confesando mi primera intención consigo de manera indirecta lo que también hubiera dado a entender con el método que finalmente he venido a usar. Así que --no dejando de mostrarme transparente-- admito que también hago trampa de tal forma, pero sin ser una trampa tan manida como me hubiera resultado de principio la que descarté. En fin, que creía necesario explicarme un poco, intentando ser lo menos farragoso posible. Pero no estoy muy convencido de que el precepto de la claridad lo esté logrando por el momento. Quizá los textos y su inteligelibilidad sean no sólo un reflejo de las carencias narrativas, prosísticas, expositivas o de capacidad de ordenación de las ideas de sus autores, sino también reflejo de su estado de clarividencia. De su mayor o menor dominio sobre sus propias confusiones, cuando tales hay que llamar a sus pensamientos porque están imbrincados en un caos que además tiene algo de oscuro, de pequeño abismo interno. Por eso puede que también me salga así cuanto escribo.
Sin embargo, lo que quería escribir termina saliendo a la superficie, mejor o peor. En alguna medida transmito lo principal de todo el comentario. Para este caso, el título dice aquello sobre lo que no pueden poner dudas párrafos enrevesados o complicados de entender. "Aprendizaje", lo difícil que resulta que nos entre en la cabeza conceptos y realidades. En ciertos temas el proceso se vuelve más arduo y para obtener un resultado aceptable con el que poder seguir adelante se tiene que persistir de formas que, contadas, sobrecogerían a otros: porque esas persistencias nos piden ser más de lo que somos, estar por encima de nuestras posibilidades, agotar los límites que antes no nos permitían mandar sobre nuestros cocos. En ciertas cosas, la lentitud y los costes son más exigentes con nosotros. Hay que pasar por ellos, pues el aprendizaje, la educación sentimental --que no es sólo una fase de descubrimientos conducentes a la felicidad, sino también el camino de regreso a la vida antigua sobre la que, indeciblemente alegres, creímos elevarnos para los restos--, no puede quedarse estancado. Si ocurre de ese modo, y se prolonga un estancamiento --si no avanza el aprendizaje--, el día a día es una sucesión de amaneceres cada vez más costosos, de peajes continuos con la peor de las realidades, de jaulas de existencia fantasmal.
Somos nosotros los primeros que tenemos que hacer fácil ese aprendizaje. Y ahí hay una dificultad inicial, una decisión anterior a todo, que es de dependencia completa de cada uno, y que supone la traba más importante que superar. La que más tarda en ocupar un espacio en nuestras voluntades.