lunes, agosto 28

UN LIBRO: “2666”, DE ROBERTO BOLAÑO

En enero de 2005 compré el libro, que no empecé a leer hasta el mes de noviembre o diciembre (antes hubo un intento de ponerme con él, pero otras novelas de menor volumen prevalecieron sobre esta novela póstuma), y que acabé ayer, precisamente. Creo que ha sido uno de los libros que más he tardado en terminar, de los que más amplio periodo de tiempo me han acompañado en la cabeza: mientras una lectura está inconclusa, de una u otra forma se instala en el subconsciente y apela de vez en cuando a las vivencias que ocurren entre tanto. Es cierto que un libro no tiene por qué abandonar tu pensamiento a partir del momento en que lo devuelves a la estantería de una manera más o menos definitiva, aunque vuelva a ser consultado y releído, y todavía diga cosas nuevas en esas visitas posteriores. Pero serán otros libros los que sustituyan el apetito de intriga narrativa. Aún así, 2666 ha sido una compañía prolongada, un leer de cerca de un año. La llamada “Parte de los crímenes” fue la que más se dilató, en la que establecí más treguas, manteniendo aun así un goteo de páginas que se alargó por semanas y todavía más, intercalando en el entretanto otros autores y otras obras. Lo que no quiere decir que suspendiera por completo continuar con 2666. Sus escuetos y numerosos capítulos fueron amoldándose al curso de ese casi un año de mi vida, y los avatares que en ese tiempo tuvieron lugar también repercutían en lo que la novela expresaba a su lector particular.
Pocos libros son los que causan un reflejo de sensaciones semejante: las palabras de Roberto Bolaño filtraban zonas de realidad, circunstancias, emociones, recuerdos, ideas..., y las hacía emerger de la celulosa blanca como si hubiesen atravesado un bautismo de fuego que les diera un nombre más amplio que el que cada persona desde sí misma y con la única mirada de su individual existencia puede imprimirles, para constituirse en un planteamiento más grande (no estoy hablando de respuestas, ni de soluciones: el arte no busca ni es capaz de eso; la poesía formula y nombra y plantea, que son los medios por los cuales llega a mostrar una impresión de asomo de las dimensiones de la oscuridad, del universo, del pasado; de lo terrible y de lo asombroso de todo; de las luces y sombras del corazón humano). En el caso de la última obra que nos dejó Bolaño, además de la compañía que todo lector encuentra en la lectura, hubo también hallazgo de intuiciones plasmadas en frases que abren puertas a espacios no del todo desconocidos (que, eso sí, escapan a una exacta definición), así como revulsivos, identificaciones, consuelo y aceptación, pero no verdades. Llegabas a comprender sin necesidad de explicar. Ahí es donde se descubre a escritores de algún modo compasivos. Pues aceptar consiste en comprender que no se pueden encontrar siempre, incluso la mayoría de las veces, explicaciones.
De Bolaño he leído asimismo Estrella distante, Nocturno de Chile, Llamadas telefónicas y su recopilación periodística Entre paréntesis. En el instituto comencé Los detectives salvajes, del que siempre he lamentado no haber puesto un poco más de empeño para no dejarlo cuando me vi incapaz, y que no estaba preparado para él. Luego no he vuelto a retomarlo, pero espero hacerme con él y leerlo en un plazo razonable. Pienso que, junto con 2666, los dos libros pertenecen a un autor importante. No hablo de “imprescindibilidad”, como se tilda en ocasiones a los productos culturales. Ni de que sean “necesarios”: en ello estoy con Javier Marías (muy estimado por Bolaño), que no hay creación humana calificables así, de forma absoluta y tajante, pues la vida puede prescindir por completo del arte; otra cosa es que el arte sea el gran enriquecedor, algo que tampoco parece discutible. Me refiero a que yo querría dar mi reconocimiento al legado de este hombre de letras chileno, al que considero un autor contemporáneo importante, leyendo esas dos novelas donde el narrador principal es Alberto Belano, y transmitiendo el fruto que esas lecturas me aportaron, en la medida de mis posibilidades. Pero sin hacerlo ex cátedra, como alguno de los críticos que protagonizan la primera de las cinco partes de la novela ambientada en Santa Teresa, metáfora en la ficción (¿«ficción»?, me surge la duda) de la igualmente infernal Ciudad Juárez.
Si 2666 se hubiera escrito en inglés, quizá su eco, sus repercusiones editorial y literaria habría sido a otro nivel, sin una acogida tan adormecida. Quizá. Como lector, me basta mi propio disfrute. Sin embargo, como persona que vive en una cultura de lengua española, a lo mejor me hubiese gustado que el tener un libro así en nuestro acervo tuviera reacciones colectivas más sonoras, más patentes de entusiasmo: lo que sería síntoma de que muchos otros compartían el atisbo de ‘privilegio’ (ignoro si utilizo una expresión correcta del todo, sin parecer que postulo de forma ridícula como un visionario, o que entro en una espiral de alabanzas irreales), porque en español original contamos con una obra de arte semejante. Un lector de este país llega a saber a qué atenerse en relación a eso de las reacciones colectivas, al reconocimiento mayoritario de los alcances de nuestros propios artistas. Por eso no debería quedar el leve resquemor que en ocasiones sigue permaneciendo cuando, como personas que compartimos una misma historia, lengua y referentes, no nos percatamos y celebramos y agradecemos que hay libros escritos y legibles en español como 2666; o como Tu rostro mañana, de Marías; o como Sefarad, de Antonio Muñoz Molina; o como la saga de El capitán Alatriste, de Arturo Pérez-Reverte. A veces es un poco desolador (antes decía ‘leve resquemor’, que como lectores se nos pasa con algo de tiempo, pues desde nuestra posición terminamos haciendo un poco para contrarrestarlo: hablar a unos amigos de esa obra que te ha gustado, o te ha golpeado con su poesía; comprar otros libros de ese autor, o simplemente leerlos, pues ahí están las bibliotecas; escribir en tu blog sobre dicho libro de dicho autor; etc.) que en conjunto no nos demos cuenta de que, con ciertas obras de arte recientes, somos testigos de un adelanto de la posteridad. Que estábamos ahí, asistiendo al nacimiento o la aparición de un artefacto inmortal que sorprenderá y deleitará a lectores futuros, influidos quizá por la fama que haya ido ganando esa creación con el tiempo, que termina poniendo todo en su sitio. O casi.
Lo mismo a esos futuros lectores les sea difícil asumir que nosotros no fuéramos capaces de ver que esa posteridad ya estaba entre nosotros, que sólo teníamos que leer y columbrar lo magno que hay en 2666, como en otras grandes novelas con las que se hermana.
Aunque es un libro inacabado por la muerte de Bolaño a unos meses de haberlo terminado, su lectura resulta más que satisfactoria y hasta redonda. Las últimas páginas son una narración en esbozo de lo que el escritor habría desarrollado si hubiese tenido el tiempo requerido, pero bastante podemos regocijarnos con la obra tal como ha sido publicada. La despedida que hizo puede que no sea la definitiva, y es posible que la redactase preventivamente. Da igual. Se leen esas últimas páginas viendo una cierta parábola que Bolaño establecía sobre sí mismo, sobre lo que le gustaba escribir. ‘Humilde y en buena prosa’. Es bienhumorada la sección final (el resto de su creación también, pero especialmente esta parte), la referida a un alemán que da, con su apellido, nombre a una variedad de helado de crema que se disfruta más durante el resto del año que en verano. En ese pasaje vuelve a darnos a mirar por una grieta lo inmenso y la inefabilidad del misterio; la actitud cruel y fría y de chacota del cosmos, donde los legados tienen un destino contrariado o, como mínimo, paradójico. Bolaño dice ahí, tanto con ironía como con laconismo, qué considera que es su literatura, aunque no afirmándolo abiertamente, dejando libertad de interpretación. Eso sí, su categoría (la de su talento) de pensador y novelista la encontramos en una parte de la descripción de su quehacer literario: “Le interesaba la dignidad y le interesaban las plantas. Sobre la felicidad no dijo una palabra, supongo que porque la consideraba algo estrictamente privado y acaso, ¿cómo llamarlo?, pantanoso o movedizo”.
Desde aquí lanzo el ‘consejo suave’ (me gustó esa expresión de Pedro Almodóvar), la sugerencia de su lectura. Bolaño aludía también a la libertad y a la justicia entre sus intereses artísiticos. Me parece justo que los autores que admiramos sean leídos y aplaudidos: así los amantes de la cultura son un poco más felices, y es como se es justo con los que comulgamos de la misma pasión.