jueves, agosto 17

LOS 40 CRIMINALES

Queda aún un mes de verano. Todavía el panorama musical de consumo masivo puede darnos más hitos este año (en el programa de la Igartiburu he escuchado hoy que Cristina Aguilera saca disco de aquí a una semana). Por mí no hace falta, digo por adelantado. Ya me gustaría a mí ahorrarme los singles, clips, álbums, remixes y rescates de canciones que sonarán ubicuamente en lo que falta de vacaciones. Me refiero con ‘rescates’, explico, a que en las ondas hayan vuelto a aparecer temas como La flaca, de Jarabe de Palo; Carolina, de M-Clan; Hijo de la luna, Mujer contra mujer, Duele el amor, etc, de Mecano y Ana Torroja (sin poder discriminar mucho, con esto de la gira en solitario y la fuerza del destino y, va a ser sobre todo eso, las ansias por vender); You’re Beautiful, del impenitente James Blunt, que no es que sea un rescate, porque no nos han dejado ni que podamos por fin olvidarnos un poco de su vocecita andrógina, pero que persiste cuando debería haber dejado ya el campo libre a otras ‘composiciones’ --lo malo de los sinónimos es que pueden dignificar lo que no se merece ese tratamiento; por eso entrecomillo--.

Estoy hablando, hasta el momento, de música --haré el esfuerzo de no entrecomillar, pues intuyo que a cada línea aumenta el número de mis enemigos, y no es ésa la cuestión-- que sí resulta aceptable, para disfrutar de forma vacua, nada en plan experiencia artística. No. Esa música pop o rock lights y simpática que todos tenemos como hilo sonoro de fondo en nuestras vidas lleva presente desde hace mucho y lo continuará estando, hasta el punto de que ya dejamos de percibirla y nos podemos abstraer de ella. Sólo cuando la atendemos a propósito nos divertimos con ese pop o ese rock lights por el pacto de no pretender que sean más de lo que ofrecen: una escenografía variada pero industrial y barata para nuestras desinhibiciones. La cosa falla al considerar tal música como creaciones en las que recrearse (valga el juego de palabras), degustándolas como si poseyeran una impronta de trascendencia, como si fuera una expresión cultural enriquecedora. Es decir, como si fuera lo mismo escuchar Estopa --podría haber puesto un ejemplo peor: podría haber escrito Melendi-- que Van Morrison. O estar pendientes del E-Mule por si puede descargarse ya, por fin, sólo hace una hora que salió a la venta, lo nuevo de la Niña Pastori, y llegar a un trance que no proporciona ni siquiera Ella Fiztgerald.

Lo mismo no se me entiende ni la mitad. Pero digo básicamente que nos falta bastante criterio musical, y esto que afirmo lo apoyo en nombres de cantantes y grupos que todavía nos merecen respeto. Si en el discurso hubiera metido a los ganadores de los programas de Operación Triunfo o a los ‘autores’ de éxitos pasajeros que las industrias discográficas y cadenas musicales lanzan con fecha de caducidad ya establecida para ciertas temporadas o eventos, entonces la imagen que habría dado sería depresiva con creces. Aunque ya hay quienes tararean como canciones de sus vidas algunas originadas en las condiciones últimas que he descrito. No lo sé, cada cual tiene su opinión, pero creo que es empobrecedor y triste --además de denigrante-- que muchas personas identifiquen experiencias íntimas realmente importantes con letras y acordes de manufactura tan fría, tan de laboratorio de trastienda con miras únicamente comerciales. Con canciones de ídolos prefabricados a los que deberíamos dar el favor de la duda para que demuestren su valía si de veras cuentan con ella, y no la entrega total a la que los estamos malacostumbrando. Sobre todo porque esa entrega total luego es ambicionada por muchos otros que irán en un futuro a engrosar los nombres de cantantes y grupos surgidos, a mi entender, de una forma tan bastarda: pues son impuestos más que descubiertos y entregados a la admiración o no del público.

Protestar o ir contra todo esto, sin embargo, constituye una actividad de lo más estéril. Tampoco existe tal intención en lo que escribo. Quería anticipar con lo precedente un malestar personal: aceptando el estado de las cosas, mientras nada impida mi libertad de ir a la tienda para comprar la música que a mí me apetezca, sólo resta que no se cruce otro límite, o que deje de cruzarse: la plomiza sobre-exposición a un pequeño repertorio de relativa actualidad y su cíclica repetición ad nauseam que hace que cada día escuches lo mismo si estás en lugares públicos, sólo que alternadamente. Repetición que llega al punto de banalizar canciones que en principio despiertan en nosotros un interés inusitado: me refiero a Julieta Venegas, con la que se es injusto al hacer que ya aburra oír su afectuosa Me voy; o las de Amaral, que sí me gusta pero sé colocar en su sitio. No digo ya que basta de que El canto del loco o Pereza, por poner dos grupos, se autoproclamen herederos del rock y, encima, nos vendan la moto de su transgresión a ultranza. O que basta de poner por las nubes a la Oreja de Van Gogh por parte de todos los locutores de sintonías musicales españolas, cuando estamos de acuerdo en que tanto arreglo electrónico, tanta contorsión de su vocalista, tanta palabra meliflua y tanto edulcorante a porrón sólo crea adeptos entre los --y las-- poppys más irredentos. Ni digo tampoco que basta de copar tanto espectro erciano con idéntica y perpetua música sin apenas contenido, mientras apenas nos es posible escuchar a gente como Nacho Vegas, Javier Crae, Astrud, Quique González o Bunbury, poetas estos sí, y no el tan manoseado Manolo García. No pido erradicar el reggaeton o el house --petición comprensible, pienso, por otro lado. Lo que digo es que tanta vuelta de tuerca, un día tras otro, de los mismos ‘éxitos’ que nos hacen escuchar sin que podamos evitar memorizarlos, invade nuestra conciencia de manera intolerante. Hablar de hastío es poco, y más que nunca en verano, cuando en pleno agosto ya puedes vomitar por completo hasta la última coma de la larga lista de lo más escuchado y sus alrededores.

Ahora que he terminado de escribir esta entrada me siento algo mejor. Es cierto que viene bien desahogarse, aunque todo quede en eso, poniendo en palabras pensamientos irresueltos que, de no expresarse de una u otra forma, no te dejan del todo tranquilo. Hoy fue la música de la radio, la mayoritaria, la que de noche y de día está donde está la multitud. El título no es mío, sino de Marcelo Ortega, quien en parte tiene culpa del punto de vista que doy aquí, pues desde hace unos meses me ha estado iniciando, junto con otro gran amigo --me refiero a ti, Manu--, en lo que sería la clase de música que no me ruboriza nombrar sin abrir comillas.

2 Comments:

Blogger Conchi Martínez Hernández said...

:) "los 40 criminales", me encanta el título que le has puesto a este post jiji que por cierto, comparto tu opinión en que había que erradicar el regueton... POR FAVOR!!! entre otras cosas también :)

4:39 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Reflexiones como, en este caso, la tuya me muestran otros modos de pensar silenciados por el sistema caplitalista. Tengo 20 años me alegra ir conociendo cada vez más a gente que de verdad aprecia la música y cuyos gustos no están "influenciados" por los patrones que impone la sociedad.
Gracias, no por pensar así sino por publicar tu pensamiento con razones y argumentos.

Laura Natera

3:23 p. m.  

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