jueves, julio 27

ELOGIO DEL DISCO

En España el retraso de muchas cosas es proverbial, aunque de esas muchas cosas podamos considerar a casi todas “secundarias”, es decir, que tenerlas supone estar al día con respecto a los otros países avanzados a los que en teoría pertenecemos, pero de las que podemos prescindir si las comparamos con sustancias más vitales. De todas formas, en la mayoría de los casos a los que me refiero de esa demora en adquirir y obtener y disfrutar de la obra de artífices reconocidos por los públicos de otros países, el lamento está justificado: tenemos los medios para traer aquí esas obras, y se ha demostrado en el tiempo que gran número de españoles se encuentra dispuesto y abierto a recibir propuestas nuevas, hacerlas suyas, frecuentarlas y darlas a conocer a su vez en su entorno. Quienes se ubican desde donde tomar postura sobre la decisión de si adentrar en nuestro mercado un nuevo producto, rechazando la apuesta las más de las veces frente al temor de que fracase la oferta de la que en otras partes se ha constatado su éxito, no deberían subestimarnos tanto, y sí afrontar con valentía que la sociedad española es madura y tiene el sentido del aprecio.
Todo esto viene por un motivo: un amigo me ha recomendado que cambie un poco el tono de los últimos post del blog, y a la vez me dijo que sugiriera como lectura los libros de Terry Pratchett --no sólo los de la serie Mundodisco, sino también Buenos presagios y algún otro que no pertenece a la mitología de Gran A’Tuin--, que se venden desde hace años en España pero con enorme desgana y descuido. “Para ver si hay más lectores, y el ritmo de publicación (su editorial de aquí saca a la venta dos al año, lo que supone que hasta dentro de cuatro no se publicará en español el que acaba de ver la luz hace pocas semanas en Inglaterra) se acelera un poco.” Debo confesar que hace ya una temporada larga que no leo a Pratchett, pero lo recuerdo con cierto afecto y con agradecimiento: me ha proporcionado sonrisas y carcajadas tanto en momentos corrientes, como en anodinos y en otros más apesadumbrados. Así que, de alguna manera, este ‘elogio’ lleva en sí mismo su razón de ser: el ex técnico nuclear metido a satirizador contemporáneo --y padre del mago Rincewind, el dios-tortuga Om, el troll reconvertido a guardia real Detritus o la Muerte, que habla en versalitas y es propensa a irse de vacaciones sin avisar-- lo merece. No hace falta que sea muy descriptivo en lo que se refiere a en qué consiste ese mundo plano sostenido por cuatro elefantes que viajan por el universo sobre el caparazón de una tortuga inmensa, y de sexo desconocido pero que es habitual tema de discusión de los filósofos y los astrónomos. Quienes hayan leído alguno de los libros de la serie, o sean asiduos lectores de la misma, sabrán de sobra todo esto y lo que falta, que es inmensurable. Porque lo que sobre todo falta por destacar aquí es el peculiar sentido del humor de Pratchett, su olfato para las paradojas verbales --hay una tradición inglesa al respecto, de la que este autor se erige en digno continuador--, los juegos de palabras y los hallazgos gloriosos de contradicción entre la realidad y su manifestación lingüística. Por eso, estas palabras van dirigidas, más bien, a los que aún desconocen de lo que hablo, parcial o totalmente, y a los que sugiero, animo, invito, presento un poco la lectura por entregas de Mundodisco, o de Pratchett en general. Porque no todas sus novelas pertenecen a dicha serie.
Por el fondo y la forma de sus títulos, a Pratchett lo destierran de la literatura, y queda catalogado como un artífice de libros de fantasía cómica. Nada serio. Así lo catalogan las élites de la escritura, la crítica y la pose trascendente. (En España, de hecho, no hubo cuidado en la publicación de, por lo menos, los ocho, nueve o hasta diez primeros volúmenes que llegaron a las librerías. La cosa ha mejorado, y las traducciones son mucho más fieles y tienen un corrector profesional, eficiente y acertado que las revisa. Queda, sin embargo, la cuestión de su tardanza en haber aparecido en nuestro país, como la dilatada espera que aún queda hasta alcanzar la puesta al día, el no mantenernos rezagados de su actualidad editorial inglesa ni del resto de otros lugares europeos, americanos o asiáticos.)
En mi opinión, Pratchett es, como escritor, todo lo contrario a lo que esas altas instancias culturales estiman. Se me hace difícil concebir que no le consideren autor de fuste, de una potencialidad cómica admirable y desusada. Lo que en literatura habría que observarse con más valor: hacer reír con ingenio, inteligencia y una dosis secreta de filosofía debe tener reconocimiento; no pagarse con desprecio o jactancia de una superioridad frente a unos ‘textos sin importancia’. La sombra de lo mal llamado ‘intelectual’ es muy larga, y habría que soslayarla, huírla, para darnos cuenta cabalmente de lo que tenemos o podemos tener entre manos. En este caso, de veras que Pratchett y sus sucesivas y cumplidoras --puntuales-- entregas merecen la pena.
Para no extenderme más, y sostener con algún ejemplo lo que he expresado, mi criterio de aquí arriba --pero para nada ‘superior’, como antes achacaba a quienes apostatan de lo que no huela a ‘canónico’ (ésa es otra, a ver quiénes son los que establecen lo modernamente denominado como canónico; pero mejor dejar esa discusión para otro momento, no vaya a embrollar todavía más estas líneas, y tampoco corresponde en este sitio)--, lo más idóneo será que me acuerde de alguno de sus pasajes memorables. Pues alguien que escribe el inicio de un libro afirmando “En el Principio sólo existía la nada, la cual explotó”, no sólo consigue un feliz arranque para su historia, regalándonos una carcajada promisoria de otras muchas, sino que nos plantea de forma indirecta un hecho que nos deja perplejos: lo inconsistente de una arraigada creencia humana, y la leve revelación de que nos es imposible llegar a comprender, a racionalizar, cosas de suma importancia, que nos atañen muy de cerca. Un escritor con una frase así no es un mero cómico; no un mero historietista fantasioso y bufo, como lo pintan. Y, para continuar reivindicándolo, ahora me viene a la cabeza su metáfora de la recogida de impuestos como análoga en funcionamiento al de un establo de vacas: consiste exprimir lo máximo posible con los menos ‘muuus’ protestones que se produzcan. O lo hiperbólico de la solidez del río de Ank-Morkpork, donde es posible dibujar con tiza la sileta de los cadáveres. O el permanente destino aciago de Rincewind, de quien su creador dijo que el mago era el primero en procurarse su desdicha: “el día que llovieran besos, ese día Rincewind saldría a la calle con paraguas”. O la llamada sobre los tópicos más manidos y ‘fusilados’ --plagiados-- desde siempre en todas partes por casi todos: “siempre que un hombre recupera la consciencia después de haberla perdido, lo primero que pregunta es dónde está”. Etcétera.
Podría seguir extendiéndome todavía. Prefiero, sin embargo, terminar con el mismo deseo que dejaba escrito a la mitad de este largo parlamento: ojalá vengan nuevos lectores españoles a dejar claro que nuestro mercado editorial puede estar a la altura del de otros países, y que cada vez tengamos menos retrasos y demoras y tardanzas en el disfrute de muchas cosas que allí sí poseen a su alcance. Y que, por mucho que los autoproclamados guardianes de la cultura entonen condenación y descalificaciones hacia Pratchett, otros que somos mayoría nos dedicaremos mientras a reírnos con sus libros --tanto con sus historias como de esos mismos pseudo guardianes culturetas--. Agradecidos de que podamos esbozar sonrisas o reír a carcajada limpia con independencia de cuales sean nuestros estados de ánimo. (Lo que, lo miren como lo miren, señores vigilantes de las revistas especializadas y academias de las letras, es impagable.)

miércoles, julio 26

LA OTRA CIUDAD

Llevo a Murcia aprehendida en la memoria de los pies. Hubo muchos días seguidos en los que anduve por ella, trazando recorridos alternos y quebrados, al tiempo que prolongados y exhaustivos. Desde hace mucho tiempo Murcia ciudad ha sido el modelo cosmopolita más cercano que he tenido, y un posible territorio de ficción sobre el que proyectar los pensamientos creativos en los que me embarcaba. Su geografía es diminuta en comparación a otras urbes que visité, pero, a la vez, contiene la suficiente extensión para albergar un propio microcosmos. Tiene su latido autónomo y libre, y respira con la proporción mínima con que ha de contar un espacio que desee convertirse en cuna de las historias, y no sólo de las vidas, de sus habitantes. Habitantes que pueden ser tanto residentes de carne y hueso, como extranjeros habituales --yo mismo-- a sus calles, o seres ubicados por la imaginación de alguno de nosotros en esa ciudad.
De todas maneras, Murcia no son sólo sus calles caminadas, sus avenidas asimiladas con la vista, sus paseos mensurados un paso tras otro. Empecé a ver Murcia de una forma distinta, como suele suceder, porque otra persona enseña a mirar de forma diferente lo que siempre habías visto con los mismos ojos. Tales lecciones vienen de fuera normalmente, y es difícil que de manera autodidacta pueda accederse a ellas.
Los edificios, las fachadas de éstos, las épocas que la apariencia externa y los materiales de las construcciones delatan, lo que se integra perfectamente en la estructura urbana y lo que queda como un tumor, como algo extraño, un “pongo”, sobrante e innecesario... La explicación de por qué es así tal o cual cosa, por qué los rosetones de nuestra catedral tiene más piedra que vidrio --la luz abundante de la zona mediterránea--; por qué se conserva el frontis de un edificio derribado en ruinas; por qué el lateral de una iglesia junto al Jardín de la Pólvora muestra una reconstrucción reciente y el tipo de material empleado en la misma...
Las riberas del río; los puentes sobre éste; los parques asendereados; lo que cabría llamar monumentos, que es mucho decir; barrios de los años sesenta, setenta y ochenta; la iglesia catedral llamada de Santa María --pese a que son muy pocos los que la conocen por ese nombre, o que se figuran que tiene uno, y que es ése--, por fuera, por dentro, el territorio donde se asienta y su cementerio de piedras (el Palacio de San Esteban lo tiene igualmente); los comercios y grandes superficies; el tiempo que nunca es bastante, transcurre como lo hacen los pasos del que camina y siempre lleva a la parada del autobús, a la salida de la ciudad y al regreso de donde soy.
También los ojos han de ser educados. Los míos recuerdan esas y otras cosas de vez en cuando, mientras mis pies siguen escribiendo sendas efímeras e indefinidas por Murcia ciudad. De lo que me cambió la vida hace ya más de un año incluye asimismo una mirada diferente y más atenta de la ciudad. Una de las mejores cosas con las que me puedo quedar, y no son pocas, es ésa.
Supongo que, entre más razones, es difícil olvidar por esto. Es difícil hacer pasado a quien tanto cambió y aportó, descubrió y encauzó. A veces, creo, también (cuando no quisiera hacer pasado a quien querría por futuro), que es intolerable --otra vez Javier Marías, tan hondo ha calado--. Pero ya no puedo tomar en lo que creo como lo más fiable, por la guía según la que hacer camino, sea a través del asfalto y aceras y callejones y recodos y tramos (peatonalizados, Trapería, Platería, o no), etc., murcianos; sea a través del día a día que lleva a mañana, y aclara más o empantana más el horizonte, donde está lo futuro, que ojalá te incluyese pero más bien anuncia tu ausencia y olvido.

miércoles, julio 19

"EL ERROR DE LA ESPERANZA, LA ILUSIÓN DEL SUEÑO"

Cito esta vez a George Steiner para titular la entrada de hoy. Extraigo sus palabras de una entrevista reciente, pues me parece que la frase tiene una significación abierta, y puede aludir también a lo que cuente aquí. La imagen que acompaña este texto, por su parte, está relacionada con unas palabras de Javier Marías que ya utilicé en el blog: «Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, por lo que no debería dolernos tanto». Estos días estoy releyendo el que podría considerar candidato más firme a ser mi libro predilecto, Mañana en la batalla piensa en mí, de donde procede la reflexión que ahora duplico al volverla a escribir.
Marías, cuando habla de «vivir en el engaño» --como explicó él mismo en su discurso de agradecimiento y aceptación del premio Rómulo Gallegos a su libro--, hace referencia a que constantemente estamos en una parcial o completa ficción, pues es imposible que lo que somos, es decir, lo que nos sucede, sea conocido por todos nuestros allegados, parientes, amigos. Es más, de lo que les contamos, solemos seleccionar información, no diciendo las mismas cosas o fragmentos correspondientes a todas esas personas. Además, lo que no nos sucede, aquello que queda en las márgenes de nuestro camino, las opciones descartadas, las oportunidades perdidas, lo que pudo ser y no fue, también nos construye en igual medida. Como descubrir que algo que vivimos no era como lo vivimos. Descubrirnos habiendo vivido en la ficción, en el engaño. Todo lo que he resumido en estas pocas líneas puede interpretarse de lo que Marías imprimió en esa frase y en el espíritu de toda su novela.
Lo que Steiner quiere decir con tener el «error de la esperanza» lo explica concretamente en la entrevista aludida. Pero puedo unificarlo con el pequeño pensamiento desprendido de Mañana en la batalla... al relacionarlo con nuestra necesidad por las ilusiones, por los sueños. Un tema ya bastante recurrente en mí, pero que no puede menos que continuar latiendo en mi conciencia cada día. Es por eso que lo reflejo en este Un día volveré...
Y es que vivir en el engaño lo hacemos todos, sí. Algunos, quizá, en una mayor medida. Algunos, intuyendo que con cierto exceso, aunque sin encontrar modo de, empezando por esa intuición, ir saliendo de ese profundo engaño del que no somos rotundos ignorantes, y menos aún víctimas inocentes. Porque sí que parece fácil estar instalado en él, en la ficción, en el sueño prolongado de una esperanza mínima, precaria, o que quizá vemos exigua pero no es pequeña ni esperanza, sino una pura invención. No lo sé. Hay estados en los que la ficción puede ser autoficción, y el engaño autoengaño. Que sería lo más fácil en el mundo. O todo este tropel de razones no sirvan sino para confirmar que después de todo hay cierta sensatez por parte de esos mismos que intuímos un exceso de vida engañosa, y que esa esperanza infinitesimal que vemos puede que esté ahí, y no sea del todo un espejismo.
Esto ocurre si nos gobierna la confusión, por supuesto. Si ya no discernimos, por mucha reflexión que le pongamos --aunque no podamos ponerle toda la debida, porque «el tiempo no espera», por lo menos ahora, se está echando encima, y cada vez que se trata de pararse a mensurar el horizonte y nuestra posición actual nos arrolla de nuevo con algo inesperado--, qué es lo fácil, qué lo difícil, si lo valiente es lo contrario de lo que suponemos, y lo que pensamos que mantenemos con arrojo no es sino por cobardía. Y si nos imaginamos que nadie tiene respuestas, o que no puede ayudársenos mucho en distinguir lo fácil, lo difícil, lo valiente y lo cobarde.
Quizá sea un error soñar, alimentar la esperanza. O quizá sea uno de esos errores necesarios, pese a que, en autoridad, no existe quien pueda decir nunca cuáles son. El tiempo no espera y no podemos detenernos, y el movimiento debe ser continuo. Por eso, quizá no haya tiempo para preguntarse, como el personaje de Faulkner en Luz de agosto, si cuando actúa lo está haciendo por valor o por todo lo contrario. Quizá sólo hay tiempo de actuar y vivir en esa «condición natural» nuestra. Intentando que no nos duela tanto, pues por algo nos es consustancial.

martes, julio 18

2ª LEY DE LA TERMODINÁMICA

En los personajes de Saul Bellow, y todavía antes en los de Henry Roth, ocurre llegado un momento determinado que toman lúcida conciencia de que no se puede seguir pensando que hay una tácita promesa de futuro hecha con cada uno de nosotros, representativa de lo que la vida nos debe; los personajes de sus libros son soñadores, hombres y mujeres no inmersos en la utopía, pero sí con cierto optimismo y vitalidad, que descubren la falta de correspondencia que existe en el mundo --en el universo--, entre lo que las personas merecen, y lo que alcanzan en sus vidas. Lo que la sociedad, el destino o un-tal-Dios les reporta. O entre lo que sueñan y se les llega a cumplir.
Saber que la convicción de esa promesa que muchos han dado y dan por verdadera, por efectiva --aunque se haya mostrado brumosa e incierta siempre, nunca evidente ni, de hecho, promisoria--, es sólo una invención nuestra, y que la realidad no funciona como la suponemos --o como quisieramos convencernos, para suponerla--, como un sistema de equilibrios y balanzas en el que se compensarán desdichas y rectitudes con felices clímax, también sirve como forma de construir nuestra actitud hacia lo que nos espera del mundo, el universo y la realidad.
Es más, esa actitud se completa con la perspectiva irrebatible de que al final aguarda, agazapada de alguna manera, una última derrota. Desde que supe de la Segunda Ley de la Termodinámica, en la que se habla del caos como elemento en constante crecimiento frente a nuestra lucha constante por ordenar, por enfrentarnos a ese caos, la imagen que pienso que nos define muy bien es ésta: pasamos la mayor parte del tiempo a contracorriente de ese caos que nos rodea y se potencia y agranda, mientras lo tratamos de contrarrestar en la medida de nuestras posibilidades, sabiendo que no podremos con él, que se impondrá tarde o temprano. La derrota situada al final suele estar relacionada con eso.
El historiador francés Marc Bloch --quizá el mejor del siglo XX, por lo menos en opinión de los más adecuados para establecerlo-- escribió antes de morir a manos de los nazis que ocuparon su país sobre cómo fue posible que los alemanes del III Reich vencieran al ejército republicano francés. El título de sus memorias póstumas, La extraña derrota, hablaba sobre todo de aquel hecho. Pero un historiador como Bloch tenía clara idea de que la derrota, en general --no sólo la de su patria--, era algo presente en el devenir del ser humano, tanto a nivel personal como colectivo. No sólo habló, por ello, de lo que pasó cuando se instaló en París el régimen de Vichy, sino que pudo extender su reflexión de forma más transcendente. La extraña derrota francesa tenía para Bloch una explicación bastante sensata, como fue que los militares a los que se enfrentaron unos modernizados alemanes todavía permanecían en espíritu y materia en la Primera Guerra Mundial. La derrota individual, quizá extraña, también demorada, podría explicarse también si, como hizo Bloch, recurrimos a razones mensurables y para nada etéreas: por ejemplo, esperar que seamos objeto de una promesa que nadie ha pactado con nosotros.
Shakespeare poetizó con la derrota en Hamlet, donde la escena del cementerio, así como la que cierra el Acto V, son ilustración perfecta de cómo los reveses de aquello que por comodidad denominamos 'destino' hacen inservible e ingenua cualquier meticulosa planificación. Cualesquiera actuaciones enfocadas a un objetivo concreto. Aunque fue en El rey Lear donde el dramaturgo de Stanford-upon-Avon creó un ejemplo de derrota del hombre que confía en el orden y en el trasunto material de las palabras, para verse inmerso en una acelerada espiral de puesta en realidad; de fatídica y plena demostración de la frialdad mecánica que se gastan las cosas en su decurso.

«Está en los libros y en la vida que los trabajos de los hombres fueron siempre mayores que los de los dioses», escribió José Saramago. Quizá porque no hay dioses con los que comparar nuestros 'trabajos' esta afirmación tenga una completa atenticidad, y esté asimismo en el mismo camino próximo a esa explicación imposible de formular de la que hablaba arriba. Como otro escritor, quizá un poco forzoso agruparlo con los otros, pero que también reflejó en sus textos la derrota: Tolkien. De hecho, la metáfora de la larga derrota la encontré en él, y pienso que es una figura literaria afortunada, a la vez que el nombre de una de nuestras características perentorias como humanos.
No estar predestinados, hacer de ese conocimiento nuestro mayor acervo, es compatible con poder soñar. Concebir la existencia sin sueños resulta tan desmesurado como aguardar a que se nos cumpla un futuro promisorio del que supuestamente somos depositarios, que merecemos heredar del universo que nos contiene.

miércoles, julio 12

POSMODERNO

Sé con íntegra certeza que, tú, no vas a leer esto. Nadie más sabe las razones, y eso lo vuelve sólo comprensible para ti y para mí. Aunque tampoco puedes comprender nada de lo que no tengas noticia, nada que no leas, por lo que el círculo se va haciendo más pequeño.
No todo lo que sea escrito ha de estar al alcance del resto. Hay veces que no contamos, no hablamos, a nadie que no seamos nosotros. Es decir, contamos, hablamos, sin esperar que vaya más allá. Que llegue a un solo lector, ni siquiera a su lector deseado, pretendido o idóneo.
He puesto a un lado tu luna, lo más constante de ti que he tenido desde que te conozco. A ella sí he podido verla casi a diario, ensimismarme en sus ojos también azules. La presencia y la ausencia se han alternado, y tu luna fue un puente entre ambas por el que mis días fueron caminando sin muchos detenimientos. De hecho, lo pienso y recuerdo que la vi a ella antes que a ti. Incluso quise verte porque quise saber de la persona que se encontraba detrás de esta luna, de aquella ilustración de unos jóvenes músicos formando una mínima orquesta, de aquel soldado en armadura al borde de un saliente rocoso al anochecer, de aquella puesta en imágenes del cuento de J. D. Salinger que fue tu proyecto para tener tu título profesional. Como los otros muchos que me enseñaste en su versión original, mientras yo me daba cuenta de que estaba en un “atónito instante” (pues era feliz).
Luego esa luna sirvió como “hilo de oro”, como vínculo. También tienes un sol, pero es más frío. Sin embargo, “sin tu luna, sin tu sol, sin tu dulce locura”, sin ninguno de ellos podría imaginarme. No llego a tanto desde hace más de un año. A repensarme. Desde que primero pasó por mi cabeza un anhelo que es un despropósito y un mantra: “Si yo amaneciera otra vez”. No una segunda oportunidad; no algo tan ingenuo, tan infantil, un despropósito tal. Más bien la contemplación de una posibilidad deseable: “Si volviera a nacer, si empezara de nuevo.” Desde que supe por ti de tu pasado y lamenté no haber estado antes, no haber estado en él. Después quedaron también otros pasajes, otras palabras. Un órdago de identificación posmoderno. Vino “No he querido saber, pero he sabido”, y no querer “un falso consuelo”, y “Mañana en la batalla piensa en mí”, y “Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, por lo que no debería dolernos tanto”, y “Vivimos como soñamos, solos”, y “Tengo un ambicioso plan; consiste en sobrevivir”. Citas y más paráfrasis que quedaban prendidas por su relación. Que quedaban asumidas. Que resonaban en las concavidades de la memoria. Cimientos de un mismo sueño, lejano pero vertebrador de mi continuidad. Seguirlo soñando gobierna mis sístole y diástole; mis aspiración e inspiración. “Estamos hechos de la misma materia que los sueños.” Quizá no como lo quería, Shakespeare nos decantó a muchos en esa frase. Unamuno: “De razones vive el hombre, de sueños sobrevive”. Otro acierto más, otra adherencia sumada en el camino.
El de mi supervivencia es éste. “Un día volveré.” “Un día volveré.”

martes, julio 11

POETAS 'MALDITOS'

Llevo unas semanas desinteresado por escribir aquí, pero, como he tenido algo de tiempo para pensar en el año de universidad que acaba de irse, hoy vengo para recordar, de entre las personas que conocí (son las nuevas amistades lo que mejor sobrevino desde que entré a Periodismo), a 'Mike Leprossy', Marcelo 'Corleone' y Manu 'El Rey Lagarto'. Y los voy a recordar, sobre todo, por las conversaciones, las risas, las complicidades y las manos tendidas. Parafraseando al 'Don', como me dijo no hace muchos días, terminamos siendo una "banda de piratas". Y, si hay algo que amen los piratas, además del jerez y los doblones españoles, son las canciones y baladas descarnadas que inspiran la soledad en el mar, la libertad ganada a partir del destierro y una vigilancia constante y preventiva del horizonte.
En muchas de esas conversaciones, Miguel, Marcelo y Manu (irónicamente, las 'emes' de sus nombres también está al principio de lo que en un poeta es más un credencial que un demérito, la etiqueta de maldito) me dieron a conocer nombres que hasta entonces sólo me sonaban vagamente, o que desconocía por completo. Una constante de este año que empezó en septiembre-octubre y se esfuma ahora en julio ha sido la de familiarizarme con ciertos poetas 'malditos', españoles o no, que Miguel, Marcelo y Manu me fueron acercando. Los recuerdo en estos momentos a todos ellos, a estos tres amigos y a esos poetas de versos como epitafios. William Blake, Oscar Wilde, Truman Capote, Norman Mailer, Jim Morrison, Leonard Cohen, Bob Dylan (devenido en apellido e inspiración de Dylan Thomas, cómo no recordarlo también), Nacho Vegas... Sus palabras, en libros o discos, habían permanecido ajenos a mí hasta que me los presentaron formalmente --primero de forma introductoria, y luego en extenso--, estos tres acompañantes (aunque no los únicos) de los largos días en que estábamos de la mañana a la tarde-noche yendo a las dos facultades (o, cuando Miguel y yo estuvimos tantos meses empantanados con el CAP, cuatro facultades) en las que se repartía nuestra particular odisea de clases y horas indefinidas de cafetería o salas de ordenador. Casi nunca biblioteca. Así llegamos a febrero, y luego a junio; con apuntes impolutos predispuestos al subrayado más pronto y eficaz.
Repasando a los poetas enumerados, le debo particularmente a Marcelo el agradecimiento por haberme desvelado la existencia de Nacho Vegas. Prefiero decir que es músico a rockero, porque la música de sus palabras, de los versos de sus canciones, me han impactado como pocas cosas. En temas sueltos, o en los álbums que escuché de él, encontré pasajes difíciles de apagar en su eco. No hay que hacer mucho esfuerzo de memoria para que se decanten aquí algunos de ellos: "¿Querrás consentir a quien quiere vivir así, así, así ... como Sísifo? Empeñado en subir, para luego bajar por pendientes imposibles", "Reescribiendo la espiral de prometer hacerlo bien, de cometer un nuevo error, de no saber pedir perdón o pedirlo demasiadas veces", "Hagamos que todo empiece otra vez y termine con el polvo más triste del mundo" o "Tengo un ambicioso plan, consiste en sobrevivir". Aunque me quedo con una línea en la que concentra todo lo que puede decirse con palabras, sabiendo que éstas siempre son insuficientes: "Seré muy breve: te he perdido, y esto duele".
Considero a este cantautor un magnífico poeta, y en toda regla.
Saber de Nacho Vegas y los otros se lo debo a Miguel, Marcelo y Manu. Por eso esta tarde he vuelto a escribir, después del paréntesis, en este blog que tampoco puede ofrecer mucho más. Sólo intentar hacerles ver a ellos tres, y al resto de los que padecimos este curso 2005-2006 de Periodismo en la UMU, que la balanza sale positiva gracias a ellos.