lunes, septiembre 25
martes, septiembre 19
UN DISCO: "MODERN TIMES", DE BOB DYLAN
Tengo un convencimiento que no he expresado de forma literal hasta ahora, porque tampoco es nuevo y seguro que lo adquirí en alguna parte, de alguien que también lo habría aprendido por transmisión: creo con toda el alma que las personas, las sociedades, el mundo, debe cuidar de sus poetas, de sus artistas, como si le fuera en ello la vida misma. Cuando vi No Direction Home, el documental de Martin Scorsese sobre Bob Zimmerman, el Bob Dylan que conocemos, me di cuenta con sobrecogedora certeza que este cantautor es uno de esos creadores únicos que aparecen de manera singular cada centuria, cada par de siglos, y que el don genial que poseía para dedicar su existencia a traducir nuestro tiempo y nuestra realidad en materia artística iba a proporcionarnos grandes claves que sólo visionarios pródigos y auténticos como él --nada de falsos intérpretes, que sobran a patadas por todas partes y están mucho mejor considerados, paradójicamente-- dependía de que la gente percibiese el tesoro de tenerlo entre nosotros y le proporcionase lo necesario para desarrollarse y entregarnos su obra.
A través de sus voces, los poetas nos entregan una visión del mundo que soslaya la mediocridad y hurga en los estratos invisibles pero presentes del mundo.
Su último disco es Modern Times, y refrenda todo lo que he dicho.
lunes, septiembre 11
MÁS POETAS MALDITOS
martes, septiembre 5
REDENCIÓN / 2
(...Viene de antes.)
Ignoro aún si tal ventana puede alcanzarse. Y, sin embargo...
Como un oleaje sucesivo, alternado, que vacila en asentar su vanguardia de mansedumbre extendida en estratos pioneros --aquellos que van conquistando terreno, perseverantes y, a la vez, ensimismados en su silencio convencido--, el cambio en la forma de pensar, de ver, se consolida por efecto del digestivo tiempo. Ya había empezado, el cambio. Quizá empezó en el mismo momento en que el horizonte había perdido su equilibrio y se había hundido sin remisión en el súbito vacío de las entrañas consternadas. Puede que en ese instante sacudido por la irrupción del quebranto de los sueños (quebranto capaz del más perenne eco, del sonido más furioso y eterno y aturdidor que retumba dentro del alma), el pensamiento hubiera comenzado a articular su sistema inmunológico, a dar paso a la realidad, por muy dolosa que ésta fuera. Luego han venido las horas y los días con su acostumbrada secuencia de continuidad sin tregua; con su insensible acumulación ininterrumpida que hace oídos sordos a todo lo que pueda incumbirnos y que a esas horas y esos días les resulta por completo deleznable.
Es bien cierto que el tiempo comprendido de entonces a hoy, a este segundo que ya se ha desvanecido antes de que lo haya podido siquiera terminar de nombrar, no restaura y devuelve, sino que soterra y arropa con su manto mineral. Aquello que ocurrió adquiere una paz fúnebre. Pasó de estar tan vivo que apenas podíamos contenerlo en el interior de nuestra propia existencia, a crear un espectro de obligada convivencia, con el que hemos de avenirnos y al que ha de tolerarse. Eso hace el tiempo con su impune andadura sin descanso ni desaliento. Eso ha estado haciendo desde el origen, desde el primer hombre que encaró su corazón y accedió a adueñarse de lo que veía en él, incorporándolo, en vez de mantener con sus propios sentimientos y emociones un negro ostracismo que sus antepasados le dieran a heredar. El cometido del tiempo es indiscutible cuando ha transcurrido la historia del mundo que hasta ahora conocemos, y someterse a esa labor es la única cosa factible en los límites de este universo.
Ideas férreas y ominosas antes se tambalean por lo que ha venido después. El cambio que comenzó ha afectado sobre todo al pensamiento, desgarrando la prisión que él mismo se había forjado. Cuestionar, a partir de un determinado momento, por una determinada circunstancia, la extinción de cualquier futuro, es una de esas ideas que la marea persistente y a paso de hormiga se ha estado llevando como arena que arrastra el viento desde la cresta de su duna hasta las fronteras donde el final del desierto se aboca a la linde de una selva virgen. Lo que es más: en ese espacio abandonado por los antiguos descalabros brotan tímidas ilusiones que hallan un suelo fértil y experimentado en lo que antes fueron cenizas y diezmados escombros. Un aplomo y un valor ínfimos pero de progresivo vigor son el fénix alumbrado, el rescoldo que aguantó y nos renueva para que volvamos a estar preparados.
Hasta la triste duda que desampara la respiración se revela precaria y tenue con el amanecer de un día: todavía no sé si la redención es posible, pero cobra forma la intuición de que algo muy parecido sí. Cobra alas la esperanza, y toca la tierra con los pies el sueño de que un día volveré.
lunes, septiembre 4
UNA PELI: "LA VIDA SECRETA DE LAS PALABRAS", DE ISABEL COIXET
Al ritmo musical de Antony and the Johnsons (Marcelo, gracias de nuevo por dármelos a conocer), la lluvia cae durante la noche sobre una plataforma petrolífera del Mar del Norte, mientras sus habitantes matan el tiempo --refugiados en cosas sencillas pero importantes para sus vidas--, y el oleaje golpea los pilares que sostienen la mole de hormigón y acero. Un oceanógrafo, aislado de la convivencia del grupo de trabajadores de la plataforma, lleva la cuenta de las olas batientes al cabo del día, y desentraña el destino de las colonias de mejillones que se adhieren a los pies de barro del gigante, inmensa construcción de la tecnología humana que no puede evitar que se encuentren bolsas de gas en la extracción y, como consecuencia, ocurran accidentes mortales. Nada en las imágenes lo muestra abiertamente, pero el espectador siente durante unos segundos que alguna verdad revelada sobre el mundo se adivina en el discurso narrativo interno de lo que vemos (en apariencia, tan callado y simple).
Después de Mi vida sin mí, donde también aparecía Sarah Polley, otra película todavía más hermosa. O más bella. Porque en el caso de estas dos historias no da pudor utilizar adjetivos así. Incluso da lo mismo si a fin de cuentas esa creencia es equivocada. Quizá resulte de lo más cursi hablar así de cine, en vez de atender a los aspectos más fríos de una jerga profesionalizante. No importa: cuando acabas de ver La vida secreta de las palabras, te das cuenta precisamente de que los significados que éstas tienen viajan más en un nivel escondido y subterráneo que a flor de piel. Es decir, que las palabras --que son símbolos-- contienen una carga que va más allá de la interpretación que pueda hacerse a simple vista. En la cinta de Coixet se demuestra eso una y otra vez. Frases sueltas, como expresiones solitarias e intrascendentes de una conversación de lo más convencional, están provistas de un calado mucho mayor. Porque esas frases que a veces se dejan caer para concluir una charla, y que no necesitan estar compuestas de más de cinco palabras, son en verdad una avanzadilla de la reflexión y el pensamiento humanos ante el desconcierto, el desamparo o el abrumamiento que producen las cosas. «Estamos flotando sobre el mar», «En el fondo, todo es un accidente», «La vida es extraña». Esas pocas palabras y una cierta forma de mirarse entre los personajes, donde se establece una corriente de entendimiento que ninguna cámara puede captar y que, sin embargo, la descubrimos en la comprensión del conjunto, de la situación comunicacional con sus protagonistas y su contexto, son lo que en realidad hacen que el título, además de poético y --también, otra vez-- hermoso, sea una palmaria llamada de atención para que indaguemos en la existencia oculta del lenguaje de quienes nos rodean. Sus historias personales imprimen cadencias y matices y almas individuales a sus palabras, aunque sean las mismas que utilizamos todos. Pero siempre queremos dejar entrever algo íntimo y que tenemos a resguardo en lo que decimos. Pese a que no se sea muy hablador o se recurra al lenguaje que semeje más trivial, o más despojado, o --en apariencia, de nuevo-- más desnudo de intenciones.
El final de la película nos regala uno de los diálogos más soberbios que el cine contemporáneo ha dado. Incluso más de uno, si además del de los dos protagonistas principales (de inmensas actuaciones cada uno) se le suma el que tiene lugar en Copenhague. «Aprenderé a nadar. Te lo juro», le dice Tim Robbins al personaje de Sarah Polley cuando Hanna le confiesa su miedo a que la tristeza y la vergüenza y las lágrimas no sólo la aneguen a ella misma, sino además al hombre que la quiera. Y, por fin, ambos se funden en el dilatado abrazo y el demorado beso.
Lloré con Mi vida sin mí y lo he vuelto a hacer con La vida secreta de las palabras. Supongo que para los demás, y menos para los críticos oficiales, ése es un baremo o un test poco fiable o poco relevante. Yo, al contrario, me fío más de la propia dinámica de mis emociones. Por eso me aventuro a recomendar la película de Coixet con gran énfasis sin temor a que mi apreciación ande errada. Además, me alegro lo indecible y estoy de lo más orgulloso de que se trate de cine español.